Capítulo 36.

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DÉJALA SALIR



La noche me llama.

Siempre hubo algo sobre la oscuridad y paz que trae consigo el caer del sol que me hace sentir más despierta de lo que debería. Le eché la culpa todo este tiempo al insomnio y noctambulismo que he sufrido desde pequeña, pero quizás se debe al hecho de que, en cierta forma, estoy conectada con la luna. Cómo sea que eso sea posible, ya que, después de todo, soy la reencarnación de la hija del lobo que la persigue.

La cabaña de Astrid se siente bulliciosamente silenciosa. O más bien, el interior es silencioso, pero el exterior...; los escucho demasiado cerca como para dormir: los aullidos. Sé que debe de tratarse de las patrullas que vigilan y se comunican entre ellas, sin embargo, cada vez que los escucho, no puedo evitar revolverme en las sábanas. Se me pasa por la mente que pueden ser señales de alerta, que alguien salió herido, que algo más grave pasó o... que quizás hayan encontrado un cadáver.

Mis pensamientos me llevan hacia mis hermanos. Confío en Astrid y si ella dice que el lugar en el que están es seguro, entonces lo es. Pero son mis hermanos, crecí teniéndolos bajo la mirada y el hecho de que estén a kilómetros apartados de mí me está volviendo loca.

Y después está Jera. Jera y el beso. Jera, el beso y mi otro asunto. No sé ni por dónde empezar a pensar en eso, mucho menos cómo arreglarlo o qué debería hacer al respecto.

Sintiéndome inquieta por la tormenta que me azota la cabeza, me volteo por enésima vez en la cama. Mis ojos se posan sobre la mesa de noche junto a ésta y mi celular descansando en ella. Lo he tomado y me he dirigido de inmediato a mi galería de fotos. Lo que estoy a punto de hacer es sólo por masoquismo, pero siento que no puedo aclararme la cabeza sin hacer esto. Retrocedo en las fotos hasta un año atrás, no es que tenga demasiadas en realidad, así que las he encontrado rápidamente. Esas fotos son el recuerdo de la vida que tuve en Seattle, antes de mudarnos, antes de que todo se arruinara y se fuera al demonio. Nunca fui muy apegada a las vidas que tuve en todos los lugares a los que nos mudamos, pero esta vez, Seattle se quedó con una parte de mí. Una que no recuperaré jamás. Mi dedo se desliza sobre una fotografía en concreto, la misma que tengo enmarcada sobre el escritorio de mi habitación y que es la representación de una herida que no cicatrizará, ni con toda la sanación mágica que puedo tener ahora, ni con el tiempo, quizás.

Se me hace un nudo en la garganta. Si esa persona en la fotografía estuviera a mi alcance... ¿tendría las respuestas a las preguntas que me atormentan en estos momentos? No puedo evitar preguntarme que hubiera pensado de todo esto. De mí. De la nueva parte recién descubierta de mí.

Seguramente, le habría encontrado hasta un lado chistoso a la situación. Habría hecho bromas al respecto. 

Cuando siento la primera lágrima resbalarse fuera de mis ojos es cuando apago la pantalla del móvil y lo dejo a un lado. No puedo seguir así. Pateo las sábanas y me siento en la cama. Me rindo en intentar dormir un poco, mi cabeza está liada por completo y mis emociones son un huracán. Así que me amarro el cabello de manera desordenada, me calzo en mis zapatillas y me enfundo en un suéter. No puedo soportar otro minuto en esa habitación, acompañada sólo por el sinfín de pensamientos que me atacan como un oleaje furioso.

Salgo de la cabaña y empiezo a andar por los alrededores, sin rumbo fijo. Aún hay algo de movimiento en la comunidad a estas alturas de la noche, eso sin contar a los que están cuidando el perímetro. Hay personas yendo de un lado para otro, charlando en voz baja, otros sentados en las mesas del comedor al aire libre, algunos sentados alrededor de una fogata o simplemente descansando bajo los árboles, admirando la salvaje belleza del bosque y la extensión de las estrellas en el cielo.

I. The Calling ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora