Capítulo veinticinco

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Su cabello estaba más largo de lo que le gustaría, al igual que su barba.

¿Cuándo saldría de allí?

Su estadía -hasta ahora- fue de diez largos y tortuosos meses. Meses de los cuales cinco se las pasó solo, ya que Gerard no había vuelto. Cinco meses en los cuales le hablaba a Jamia solo con monosílabos. Cinco meses que está más irritable de lo normal.

- Frank...

Sus ojos se inundaron en lágrimas cuando reconoció la voz.
Esa era la voz de sus pesadillas.
La voz de su madre.

- ¿Qué te pasó?- Le preguntó Linda.

Y Frank se vio más joven, con el cabello negro, sin barba y sin esa estúpida bata de hospital psiquiátrico.

- ¿Qué tienes ahí?

Quiso hablar, mas los intentos eran en vano. No se podía mover, no podía hacer nada.
Sentía cómo una fuerza -o algo extremadamente extraño- lo hacía moverse en contra de su voluntad.

- No tengo nada.- Dijo, pero él no quiso decirlo, sus labios se habían movido solos, al igual que su cuerpo que ahora estaba escondiendo algo detrás de su espalda.
- ¡¿Qué tienes ahí, Frank?!
- Nada.
- ¡Dame eso!

Su madre le arrebató de las manos una bolsa.
Bolsa que desprendía un olor nauseabundo.

- ¡Dios mío!- Gritó Linda.- ¿Qué es esto?
- Carne de... de vaca.- Mintió, tratando de recuperar la bolsa y mirando fijo al suelo.- La estaba llevando al basurero porque se pudrió...
- ¿Por qué la escondías?
- Porque... porque no quería que vieses algo tan feo como esto.

Linda arqueó una ceja, pero igual demasiado desinteresada como para husmear. Tampoco quería que su nariz sufriese estragos, así que lo dejó ir.

- Ya vuelvo.- Dijo, pero Linda ya se había ido.- De lo que me salvé...

Con paso firme caminó hasta su patio, sabiendo que su madre estaría viendo televisión y su padre trabajando, por lo tanto nadie se enteraría.
En el suelo colocó ramas de árboles secas y hojas que traía guardadas en el bolsillo de su pantalón.
Con un encendedor prendió fuego las hojas, y, cuando tuvo la certeza de que no se iba a apagar, puso la bolsa con los restos de carne.
Vio con una sonrisa cómo se iba desintegrando, convirtiéndose en cenizas.

- Adiós, hijo de puta.- Murmuró.

Y se dio cuenta de que era un sueño.
En realidad, era un recuerdo.

De atar; FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora