Capítulo cuarenta

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Al otro día se despertó lo más temprano que su cuerpo le permitió.
Sus padres no trabajaban ese día, así que tenía que ser muy cuidadoso con sus movimientos.
Salió por la puerta trasera, intentando no hacer ruidos que lo puedan delatar.

— ¿Qué haces, Frank?

Linda apareció, luciendo una bata y restos de maquillaje en su rostro adormilado.
Frank supo que su madre estaba más dormida que despierta, así que decidió persuadirla.

— Hola, madre.– Le sonrió, aunque no deseaba hacerlo.— Voy a tomar un poco de aire, amanecí con mareos.

Linda profirió un "oh" casi inaudible, y se fue, dejando a Frank sudando por los nervios.

«Estuvo cerca»

Salió de su casa y se dio cuenta de que no se puso ningún abrigo que lo pudiese proteger de tan helante frío, pero tampoco tenía tiempo para volver.
No tardó en estar en la casa de los Way, que no esperaban todavía su visita.

— Que temprano que viniste, Frank.– Saludó Donald.— ¿Quieres una taza de café? Tendrías que haberte abrigado, vas a pescar un resfriado.

A Frank le enterneció la forma de hablar de su suegro, tan preocupado por su bienestar. Sabía que su padre nunca se preocuparía por él.

— No, gracias.– Salió del nudo de pensamientos en el que se encontraba.— ¿Cómo está Gerard?
— Por ahora está bien, Donna se quedó con él en el hospital. Supongo que no te tengo que pedir que seas cuidadoso con él, pero...
— Tranquilo, Donald.– Lo interrumpió.— Lo cuidaré con mi vida.

El adulto se sorprendió con tal declaración, mas sabía que era cierto; Frank lo cuidaría con su vida.
Los dos se fueron en el auto del mayor, en un silencio que solo era roto por las noticias del radio.

— ¿Tú cómo estás?– Donald preguntó, sintiéndose en deuda con aquel muchacho que había salvado la vida de su hijo.
— Bien...
— ¿Tus padres saben que estás aquí?
— No.– Confesó.— No deben de saber.
— Lo supuse.

Allí se quedó la conversación.
Frank miraba por la ventana, deseando que el tiempo avanzara más rápido, porque sentía que iba a explotar.
Cuando llegaron, Donald le pidió a la recepcionista el número de la habitación, que, al final, quedaba en la segunda planta.
Frank no tenía tiempo para esperar el atestado elevador, así que, maldiciendo su aptitud física, corrió lo más que pudo.
Subió las escaleras, sintiendo una especie de nerviosismo distinto al que pensaba tener.
No se detuvo hasta que vio a Donna sentada en una de las tantas sillas que había en la sala de espera.

— Donna...

La señora estaba demacrada; las marcas provocadas por la edad estaban más remarcadas que nunca, y los ojos rojos eran provocados por tanto llorar.

— Oh, Frank.– Se limpió los ojos con un pañuelo.— No sabía que vendrías.
— ¿Cómo está?
— Bien, le hicieron un lavado de estómago y está durmiendo.

No supo qué agregar, así que se mantuvo callado.

— Dijo el médico que cuando despierte podemos entrar a verlo.
— ¿Cómo te encuentras, Donna?
— Bien, hijo. Ven, siéntate.

Le hizo caso, sintiéndose mal por la pobre señora.

— ¿Qué pasó, Frank? ¿Qué hice mal?– Sollozó.
— No es tu culpa...
— Si, lo es, Frank, ¿Es que no le presto demasiada atención?
— No, Donna.– Le agarró las manos, mirándola a los ojos.— No tienes la culpa de nada.

En realidad ni él sabía por qué Gerard había hecho lo que hizo.

— Eres una gran persona, Frank. Le agradezco a Dios que te haya puesto en el camino de Gerard.

De atar; FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora