Final

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Caminaba por el aeropuerto, el peso de los días recientes todavía colgando sobre mis hombros. La terminal estaba llena de vida, pero yo me sentía como un fantasma, desplazándome entre las multitudes, con la mente fija en mi regreso a Madrid y en la casa donde me esperaba Martín, cuidado por mi hermano. El vuelo de vuelta a casa era un alivio, pero también me llenaba de una melancolía que no podía sacudirme.

Mientras avanzaba hacia la puerta de embarque, noté a un chico que llamaba mi atención. Era un joven de unos 1.73 metros, cubierto con una sudadera blanca. Había algo en su apariencia que me hizo detenerme y mirarlo fijamente. Tal vez era una ilusión, un truco de mi mente cansada, pero sus rasgos me resultaban extrañamente familiares.

Decidí acercarme. Con el corazón latiendo con fuerza, le toqué el hombro y pregunté con voz temblorosa: —¿Pablo?

El joven se volvió hacia mí, y aunque el parecido era innegable, el rostro no era el que había esperado. —No, lo siento— respondió con una sonrisa, sus ojos achinados por la sorpresa—. Eres Pedri, ¿verdad? ¿Puedo sacarme una foto contigo?

Asentí, tratando de sonreír a pesar de la confusión y el dolor. El chico sacó su teléfono y tomó la foto mientras yo me esforzaba por esbozar una sonrisa. —Muchas gracias— dijo él, mientras yo me apartaba, sintiendo cómo una mezcla de tristeza y nostalgia se apoderaba de mí. Me senté a esperar que llamaran a mi vuelo, el corazón pesado con la ausencia de Pablo.

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Cada vez que asistía a los partidos y Martín estaba en las gradas, tenía el hábito de buscar, entre la multitud, algún lugar donde pudiera imaginar la presencia de Pablo. Aunque sabía que era imposible, no podía evitarlo.

Esa tarde, tras el partido, me encontré buscando en la grada con más insistencia de lo habitual. Estaba perdido en mis pensamientos cuando sentí un tirón en mi camisola. Miré hacia abajo para encontrar a mi pequeño rubio, con los ojos llenos de curiosidad.

—Papi, ¿buscas a alguien?— preguntó Martín, su voz suave y llena de inocencia.

—No, mi cielo— respondí, inclinándome para besarle la cabeza—. Solo estaba recordando.

—¿Qué recordabas, papi? ¿Y si buscamos a Tata Ferm?

Fermín había sido mi mayor apoyo desde la tragedia, y Martín lo adoraba. Era el padrino de mi hijo y, aunque se había visto obligado a usar una camiseta del Madrid, Fermín siempre estaba allí para nosotros.

—Claro, mi rubiecito— le dije, sonriendo al ver a Fermín en las primeras filas, vistiendo la camiseta del Madrid con una resistencia tan característica como la de Pablo. Me acerqué a Fermín y le entregué a Martín—. Te lo dejo un minuto. Voy a vestirme al vestuario.

—Ve tranquilo, anda— respondió Fermín con su característica amabilidad. Su presencia era un consuelo constante, y me sentía agradecido por tenerlo a mi lado.

Mientras me dirigía al vestuario, la realidad de mi vida sin Pablo me golpeó de nuevo, pero en esos momentos de conexión con mi hijo y con Fermín, encontraba pequeños refugios de paz en medio del dolor constante. Aunque el camino por delante estaba lleno de recuerdos y desafíos, cada paso que daba me recordaba que aún había amor y vida que valía la pena abrazar.

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Días después del partido, mientras la vida seguía su curso en Madrid, me encontré sentado en el jardín, disfrutando de un momento de tranquilidad con Martín. El sol brillaba cálidamente, pero el peso de los días pasados seguía presente en mi corazón.

Martín, jugando con sus juguetes cerca de mí, se acercó con una expresión de curiosidad y preocupación. —Papi, ¿por qué nunca vamos a visitar a papá? —preguntó, con una inocencia que solo un niño puede tener.

Tu a Barcelona y yo a Madrid [Gadri]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora