Las semanas tras la llegada de Eléa fueron un torbellino de emociones y aprendizajes para Fleur y Hermione. La pequeña era una mezcla perfecta de ambas, con los ojos brillantes de su madre veela y el intelecto inquisitivo que parecía haber heredado de Hermione. Aunque apenas tenía unos meses, ya mostraba una energía mágica que, en ocasiones, hacía levitar pequeños objetos en su cuna.
Una noche, mientras Hermione intentaba estudiar algunos documentos del Ministerio en la sala, Fleur estaba en la habitación de Eléa, arrullando a su hija para que durmiera. Había algo casi etéreo en la escena: el suave resplandor de la luz de la luna entrando por la ventana, iluminando el cabello plateado de Fleur mientras cantaba en francés, una melodía tranquila y llena de amor.
Hermione se levantó del escritorio y se acercó a la puerta entreabierta de la habitación del bebé, observando a su esposa con una sonrisa. A pesar del cansancio que ambas sentían, había algo increíblemente reconfortante en esos momentos tranquilos.
—Te ves hermosa —dijo Hermione en voz baja, apoyándose en el marco de la puerta.
Fleur la miró, sonriendo con ternura, y dejó a Eléa en su cuna, asegurándose de que la pequeña estuviera bien arropada.
—Gracias, mon amour. Es difícil no sentirse completa cuando la miro —respondió Fleur, acercándose a Hermione y tomando su mano.
—Lo sé —murmuró Hermione—. No puedo creer que hayamos creado algo tan increíble juntas.
Ambas se quedaron un momento en silencio, observando a su hija dormir plácidamente. Pero no todo era paz. Aunque estaban felices con la nueva etapa de sus vidas, las tensiones de la vida diaria comenzaban a hacerse más evidentes. Hermione, con su trabajo en el Ministerio, estaba bajo presión debido a los recientes disturbios mágicos, mientras que Fleur, aunque adoraba ser madre, sentía que estaba perdiendo un poco de su identidad al estar todo el tiempo en casa