Ahora: Dos.

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La primera vez que soy llevada a su habitación, su mayordomo me arranca —desconcertada y medio dormida— de mi catre, me lleva a un cuarto de baño dentro de la extensión de terciopelo de la gran sala, exfolia mi piel con un cepillo grueso y agua hirviendo, y luego me saca y subimos un par de escaleras que un sirviente como yo nunca debe subir.

Nos movemos a través de las puertas sin decir ninguna palabra y soy empujada hacia un colchón tan alto que tengo que trepar como si estuviera escalando un árbol.

—Levántate —el mayordomo me ordena tranquilamente— Recuéstate.

Mi corazón explota en miedo mientras él rodea la cama y se acerca para quitarme la sábana áspera que él había envuelto alrededor de mi cuerpo desnudo.

—Mi Señor —el mayordomo dice, con incitación—. La he traído.

Jadeo, luchando para cubrirme. No había notado que el príncipe estaba en una esquina, mirando mientras Sir Douglas camina a la orilla de la cama y se inclina para agarrar mis muñecas, sosteniendo mis brazos.

En la oscuridad, puedo observar cuán alto el príncipe se ha vuelto. Sus ojos se cierran, su mandíbula se tensa.

No le he hablado en dos años.

—Mi Señor —el mayordomo repite.

Una súplica desde las sombras: —Douglas. No.

—Usted debe, mi Señor.

—No así.

—Solo por esta vez, y ya está listo.

El Príncipe se acerca, vestido solamente con ropa de dormir. Se han ido sus mangas negras gruesas, sus pesadas vestimentas verdes y abrigos. Su camisa cuelga abierta por su garganta, exponiendo los fuertes huesos de su cuello, debajo un pecho agitado.

Su rostro está rígido. Cierro mis ojos ante la miseria de este, la otra belleza de él agrietada y rota. Casi durante toda mi vida, he conocido mejor su rostro que el mío.

La última vez que lo vi fue hace quince días: montando su caballo más allá del río. El día era perfecto, con más sol que viento y un cielo tan azul que me perdí de la manera en que me solía perder en mis sueños de la infancia. El príncipe desapareció por una curva en cuanto lo vi.

Su vida es diferente ahora. Más dura.

Todavía en la oscuridad, lo escucho desvestirse, a paso lento. Siento el peso de él al subirse al colchón en medio de mis piernas, escucho sus rápidas y entrecortadas respiraciones.

Recuerdo que las manos grandes del mayordomo agarran mis muñecas cuando la mirada del príncipe parpadea con recelo hacia ellas.

El mayordomo sostiene mis brazos hacia abajo porque, verás, duele la primera vez.

Pero al menos es rápido. El príncipe no me toca ningún otro lugar. Él se acaricia a sí mismo con enojo, y se inclina hacia adelante, probando a ciegas.

Las palabras son llevadas en una exhalación desesperada: —Perdóname.

Un millón de puñaladas determinadas; un millón de cuchillazos.

Lágrimas se deslizan de mis ojos por la conmoción, por la injusticia. Habría venido voluntariamente. Le pertenezco a él, ¿acaso él no lo sabe?

Encima de mí, él se mueve y se sacude en silencio, y luego sale de mí con una mirada de disgusto y alivio dirigida al techo.

Lleva un brazo a su rostro, con voz amortiguada. —Llévatela.

No Fury (Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora