Capítulo 4: Preliminares suaves.

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Si mi vida fuera una película, a esa frase que acababa de pronunciar le habrían seguido trompetas y efectos especiales que hicieran que mi silueta pareciera recortada contra fuegos artificiales. El cielo se abriría para iluminarme como si los ángeles me hubieran elegido, y una escala de cantos celestiales llenaría el silencio que vino después, mientras me giraba para mirar a Sabrae, a la que milagrosamente se le habría pasado la borrachera y estaría de pie frente a mí, mirándome a los ojos sin poder creerse lo que acababa de decir. Me sonreiría, me cogería la cara entre las manos, me daría un beso en los labios y me diría que había escuchado toda la conversación, que le encantaba la forma en que la había dado por terminada, que me quería y que quería que le hiciera el amor.

Claro que si mi vida fuera una película, ella no se habría emborrachado tanto; eso ya, para empezar. Seguro la peli terminaría con nosotros dos entrando en la habitación, un poco chispas y terriblemente cachondos, y con la puerta cerrándose para desesperación de los espectadores.

Aunque que mi vida fuera una peli explicaría que ella fuera tan preciosa y que me hiciera sentir las cosas que me hacía sentir. Las emociones que me embargaban cuando pensaba en ella estando solo, o cuando la tenía delante con ropa no demasiado provocativa (porque si iba con ropa provocativa, como ese maldito mono que quería arrancarle a bocados, el único órgano que funcionaba como se esperaba de él era mi rabo), parecían sacadas directamente de una película ñoña de Hollywood o de uno de esos libros más ñoños aún en los que mi hermana hundía tanto la nariz.

De todas formas, que la protagonista de mi vida fuera tan preciosa y me tuviera tan loco por ella no era prueba suficiente de que mi vida fuera una película. Lo que sí probaba que no lo era, era la situación que me estaba tocando vivir.

Cuando me volví para mirarla, ya con la puerta cerrada y los ruidos de la música amortiguados por la lejanía, Sabrae estaba tirada cuan larga era (que no era mucho, las cosas como son) sobre el colchón, tumbada sobre su costado, con el codo en la almohada y mirándome. Acariciaba con sensualidad el espacio de la cama a su lado, con unos dedos largos y sensuales que intenté no imaginarme rodeando mi polla y haciendo que perdiera la razón.

Sabrae sonrió, arqueó una ceja, y me incitó a que me acercara a ella extendiendo la mano hacia mí y enrollando y desenrollando su dedo índice. Ven.

Habría ido corriendo. Habría ido andando. Habría ido de rodillas e incluso habría ido a rastras.

Estaba buenísima. Estaba sola conmigo. Estaba cachonda, lo podía notar en cada célula que la componía, porque su excitación también la sentía yo.

Y sólo llevaba dos prendas puestas. Una que impedía que estuviera desnuda, y otra que hacía de puerta a ese paraíso salado que tenía entre las piernas.

Y, Dios... esos zapatos. Esas botas casi inexistentes. Esas sandalias altas. No sabía cómo calificarlas: lo único que sabía era que querías arañándome los glúteos, mientras me la follaba desnudo, ella sólo calzada.

Pero no podía. A pesar de que tenía muy claro que los dos lo deseábamos por igual (y ese deseo me estaba llevando por la calle de la amargura), sentía que estaba mal. Ella estaba borracha, muy borracha, y yo apenas estaba contentillo, aunque habría bebido poco menos que ella. Yo estaba en mis cabales; Sabrae, no.

No es que no hubiera follado con chicas borrachas antes: claro que sí. Incluso me jactaba de que mis polvos borracho eran casi tan buenos como los que echaba sobrio (Chrissy y Pauline se habían encargado de confirmármelo cuando yo se lo pregunté), pero no era lo mismo. Las chicas con las que había estado no estaban tan mal como lo estaba Sabrae. Sabían lo que hacían. Sabían con quién lo hacían. Y se acordarían al día siguiente.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora