Capítulo 35: La cueva de las maravillas.

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Entré en su habitación aguantando la respiración, como haces cuando visitas por primera vez un monumento que has visto miles de veces en las películas. Con la misma anticipación que encontrándome por primera vez bajo la Torre Eiffel, entré en la habitación de Alec, con un paso ligeramente vacilante que delataba lo importante que consideraba ese momento para mí.

En cierto sentido, era un santuario. Atravesar la puerta de su habitación y entrar en uno de los pocos rincones en los que podía ser él mismo, sin tener que cubrirse con ninguna máscara ni levantar ninguna barrera, era un momento especial que yo sabía que no se repetiría. Y saber que me ofrecía un vistazo a su alma, los últimos rincones íntimos a los que yo no había podido acceder, despertaba algo en mi interior que deseé que jamás se durmiera de nuevo.

Por eso entré conteniendo la respiración, saboreando el momento... y, cuando inhalé, no pude evitar sonreír. Por supuesto, su habitación emitía el mismo aroma a lavanda que impregnaba su olor de forma tan sutil que era difícil identificarlo, y por la misma razón, eliminarlo. Daba igual que Alec cambiara de colonia, que acabara de salir de la ducha o que estuviera en el gimnasio: su presencia siempre evocaba ese olor a campo de lavandas que podía transportarse a la campiña con sólo cerrar los ojos y concentrarte.

Ese olor hacía que le conociera un poco mejor: por fin podía saber de dónde venían esos toques que él no podía disimular ni aunque quisiera, de dónde sacaban sus abrazos esa esencia floral tan impropia de alguien como él, de quien esperabas que oliera más bien a sexo, drogas y rock n' roll que a una flor de pétalos pequeños y crecimiento en comuna. Su habitación olía a limpio, pero no el limpio propio de la esterilización de un hospital, ni el limpio apresurado de un hotel en el que se fumiga todo con un ambientador agradable pero impersonal: olía al limpio de hogar, el mismo que te incita a saltar sobre tu cama y hundir la cara en ella cuando le has puesto sábanas limpias, el mismo que te hace descansar y relajarte después de un duro día de instituto, batallando con el mundo exterior y también con el interior.

Miré a mi alrededor, intentando no pensar en la tensión que manaba de Alec, que estaba tan cerca de mí que podía sentir su calor corporal como si fuera unas brasas que se iban apagando poco a poco. La habitación era cuadrada, pero más grande de lo que esperaba; lo poco que había visto de ella en la infinidad de videomensajes que Alec me había enviado no le hacía justicia a su tamaño. No pude evitar sonreír al pensar en esa palabra, "tamaño". Claramente, era una de las palabras que usaría si me obligaran a definirlo en el espacio que ocupa un tweet. Él era alto, fuerte, estaba bien dotado, y además su habitación era grande. Todo tenía su consonancia.

Las paredes estaban pintadas de un blanco muy cuidado que me hizo sospechar que le habían dado una nueva capa recientemente (¿en verano, quizá?), y noté cómo se me encendían las mejillas al imaginarme a Alec ocupándose de su habitación, cubriendo sus muebles con sábanas y pasando rodillos empapados de pintura blanca por las paredes y el techo, haciendo que unas gotitas blancas se le cayeran encima, salpicando sus vaqueros de talle bajo, en el que se verían las líneas de sus caderas, y los músculos bronceados por el sol que su camiseta de tirantes dejaría ver (o, ¿por qué no?, podría pintar sin camiseta, mmm... me gustaría verlo) de pequeñas estrellas de distintos tamaños y densidades, pero todas del mismo tono níveo.

Y, en contraposición, los muebles eran negros o grises, como yo ya sabía por lo poco que había visto de su habitación en los videomensajes. El armario, el escritorio, una cómoda, una caja al lado de una cómoda que yo no sabía muy bien qué era, la pequeña pera de boxeo que colgaba de una esquina...

... incluso la cama.

Pero no quería mirarla todavía, o lo empujaría encima.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora