Capítulo 10: Romeo con acento inglés.

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Tengo dos buenas noticias y una mala: la mala es que este fin de semana no podré subir capítulo, porque tengo que estudiar para un examen del viernes 15.

Y las dos buenas son que:

1. ¡Hoy es el cumpleaños de Alec! y

2. Para celebrarlo, aquí tenéis un capítulo bien largo. 32 páginas, concretamente. ¡Que lo disfrutéis!

Y muchas gracias a las que me seguís hypeando la novela. He pasado una semana un poco plof emocionalmente hablando, pero me habéis terminado de animar haciéndome ver que hay gente a la que le gusta esta historia tanto como a mí. Lo aprecio de veras 💜

Pasarían todavía un par de días antes de que volviera a ver a Sabrae. Quedaríamos el último lunes de vacaciones, subiéndonos juntos al mismo carro que el resto del instituto, en el que el último lunes de vacaciones era, básicamente, un pistoletazo que sonaba a "tonto el último" y que nos incitaba a aprovechar cada minuto que pasara.

Quedaríamos en que nos veríamos en la discoteca de siempre, a la que ya llamábamos "nuestra discoteca" a pesar de que ni éramos los únicos que estábamos en ella, ni éramos tampoco sus dueños. Pero había algo en ella que se había quedado en nosotros de una forma que nos hacía considerarla un hogar, la zona cero, el punto en que el descubridor de una isla paradisíaca había tocado tierra y que sería venerado por sus descendientes mucho tiempo después de que él hubiera muerto.

Y quedaríamos lo suficientemente tarde como para que nuestros respectivos grupos de amigos no nos dijeran nada de que les estábamos abandonando (como habíamos dicho en el mío cuando Max empezó con Bella y se pasó literalmente 35 días –sí, Jordan y yo los contamos –sin quedar con nosotros porque "a nosotros nos veía en el instituto, y a ella no"), ni queríamos tampoco darles cancha para que dijeran lo enamorados que estábamos, lo casados, lo domésticos que éramos y la cantidad de hijos que íbamos a criar juntos.

Porque sí, estábamos enamorados.

Sí, estábamos casados, aunque yo no me hubiera puesto de rodillas ni Sabrae se hubiera quitado ningún velo de la cara frente a mí en ningún altar.

Sí, éramos muy domésticos, sobre todo después de que mi madre la invitara a venir a casa cuando quisiera y yo me hubiera tomado como una afrenta personal el hecho de que Sabrae me hubiera hecho acompañarla a la suya en lugar de llevarla a la mía y hacerle el amor en mi cama, que tenía unas ganas tremendas de conocerla. Va en serio. Incluso temblaba de la emoción y todo cuando hablaba con ella, especialmente cuando nuestras conversaciones iban escalando en temperatura. Lo que hiciera yo sobre la cama no tenía casi influencia, lo prometo: las cuatro patas brincaban por iniciativa propia, como si estuviéramos atravesando un terremoto.

Y sí, íbamos a tener críos. Muchos. Bueno, no es que hubiéramos hablado de la cantidad, claro. Tendríamos los que Sabrae quisiera, pero al menos ella ya había dicho que le apetecía tener más de uno. A mí me daba igual que quisiera uno o que quisiera cincuenta. Bien sabe Dios que me encanta el proceso de hacer bebés, aunque todavía no hubiera sido padre (a menos que alguna chica con la que hubiera tenido algún rollo de una noche hubiera apuntado mal mi número y... ¡sorpresa! Aquí está nuestro hijo. Va a estudiar empresariales. Tienes que pagarle la mitad de la matrícula).

Pero que estuviéramos enamorados, casados, fuéramos domésticos y fuéramos a tener muchos hijos, y lo supiéramos nosotros en nuestra burbuja de complicidad y confidencias post-sexo no quería decir que fuera a darles a mis amigos algo por lo que burlarse de mí hasta que tuviera 80 años. Porque oh, sí, sabía que mis amigos se meterían conmigo por eso. Alec Whitelaw, el fuckboy oficial de Londres, el que no podía pasar una semana sin echar un polvo (cuando el fin de semana resultaba muy malo, cosa que me había pasado dos veces, siempre había tenido a Pauline aburrida en su pastelería y dispuesta a abrir la aplicación del Kamasutra de alguno de nuestros móviles para probar algo nuevo), se nos había convertido en un Romeo con acento inglés que sonreía como un lerdo en cuanto su móvil emitía un sonido muy particular, que se escapaba en cuanto veía a cierta chica aparecer por alguna esquina, y que volvía a regañadientes horas más tarde, con el pelo revuelto, los ojos brillantes y la cara llena de besos. Se había caído un mito.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora