Capítulo 3: Fuego.

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Recordé vagamente haber hablado con Alec que quería que Annie se enterara de lo nuestro de una forma al uso. Que le había dicho que sería mejor que se lo dijera él cuando lo considerara un buen momento para ponerla al día del cambio en su soltería, o que incluso deberíamos decírselo los dos juntos.

Lo recordé como el destello de quien recuerda una broma olvidada con otra persona cuando la palabra clave de esa broma se menciona en una conversación en el que ambas están presentes. Y, de la misma manera en que se vuelve a desechar al olvido una broma estúpida por su naturaleza, yo deseché esa idea cuando Alec pasó a mi lado, acudiendo a la llamada de su madre, y me miró de reojo, divertido.

Que se entere ahora, pensé para mis adentros, comiéndome al primogénito de los Whitelaw con la mirada. Cómo se le marcaba el traje en los hombros. Cómo el corte se le adhería a la espalda, haciéndose a las formas de su cuerpo. Cómo los pantalones le levantaban el culo, redondo, que me estaba apeteciendo morder.

Dios mío...

No quería irme. No quería salir de aquella casa. No quería seguir vestida. Quería que Alec me arrancara el mono, con las manos o con la boca, rasgándolo o quitándomelo de alguna forma mágica en la que se las apañara para liberar mis curvas y no romperlo, y me poseyera. En el suelo. En la cocina, que aún no había visto. En aquellas escaleras. Contra la puerta de la calle. En el sofá en L, donde estaban sus padres sentados mirando la televisión.

En su habitación, donde se había quitado la toalla nada más entrar, estaba segura, y había caminado desnudo, con su miembro balanceándose en su desnudez, terriblemente apetecible y deliciosamente grande. Donde había elegido con cuidado la ropa interior de la misma forma en que lo había hecho yo. Donde había cogido el traje y lo había dejado encima de la cama mientras comenzaba a vestirse. Donde había cogido su cartera y se la había guardado en el bolsillo interior de la americana, rebosante de preservativos que nos garantizaran el placer.

Ojalá hubiera tenido el valor de seguir los instintos más primarios de mi cuerpo y haber subido las escaleras tras él. Ojalá hubiera abierto la puerta mientras él se inclinaba hacia su armario y elegía con cuidado la ropa que ponerse. Ojalá la hubiera cerrado a mi espalda y me hubiera relamido. Ojalá él se hubiera dado la vuelta y yo hubiera disfrutado de la visión de su cuerpo desnudo por fin, en una cama a la que podríamos regresar cuando quisiéramos, y el poder de su hombría acrecentándose al darse cuenta de que estábamos solos.

-¿Ansiosa por tu noche, bombón?-preguntaría Alec con ese tono chulo suyo que hacía que mi entrepierna se humedeciera, ansiosa de sus expertas atenciones. A modo de respuesta yo me bajaría los tirantes del mono de los hombros y éste lamería mi piel al caerse.

En mis ensoñaciones, yo no llevaba bragas. En mis ensoñaciones, Alec me devoraba con la mirada mientras el frío aire de su habitación se encargaba de vestirme apresuradamente. En mis ensoñaciones, mis pezones estaban duros por la anticipación; mis muslos, mojados a causa de la excitación; y la polla de Alec, enhiesta, impaciente por complacerme.

-Ya es de noche-le contestaría. Y ninguno de los dos dejaría pasar un segundo más sin nuestros cuerpos en contacto. Alec avanzaría hacia mí y yo avanzaría hacia él y chocaríamos con la violencia de dos trenes a plena potencia; nos mezclaríamos con la intensidad de dos galaxias que por fin se encuentran, tras millones de años precipitándose la una hacia la otra.

Le mordería la boca.

Me empujaría contra su puerta.

Le arañaría la espalda.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora