Capítulo 61: Edición limitada.

65 5 0
                                    


Si la noche con él había sido mano de santo, el mensaje que me envió había terminado de curarme. Ver la canción que me había dedicado en bucle hasta que prácticamente podría dibujar cada fotograma con los ojos cerrados es lo único que hice de mínimo provecho en toda la mañana.

No es que no me hubiera dedicado a hacer otras cosas, claro. Alec no había podido recoger la ropa que yo había dejado tirada por la habitación, tratando las esquinas como si fueran huecos vacíos en un almacén abarrotado, así que ya tenía tarea para la mañana: mientras la canción se repetía una y otra vez, yo me dedicaba a ordenar mi habitación, metiendo la ropa de nuevo en el armario a una lentitud asombrosa. Seguían doliéndome las piernas, aunque no tanto como el día anterior, y me notaba más cansada y débil de lo que acostumbraba los domingos por la mañana. Apenas había desayunado, pero mi estómago celebró con un pequeño brinco (no podíamos permitirnos más ninguno de los dos) cuando escuchó a papá llamarnos desde el piso de abajo:

-¡A comer!

Intenté enfundar mis piernas en unos pantalones de pijama, y después de un par de pasos en los que me asé de calor y me sentí más oprimida que nunca (más incluso que cuando había intentado seguir usando unos shorts del verano pasado, a pesar de que había engordado y casi no podía moverme), decidí renunciar a mi ropa interior. Me sentí un poco más liberada, aunque no mucho, y me peleé con el salmón especiado que mamá depositó frente a mí, cortado especialmente para cada uno de nosotros desde la fuente que papá había horneado atentamente en el horno. De lo que sí di buena cuenta fue del par de patatas asadas que me dejaron coger, y antes de darme cuenta, la temperatura de mis piernas estaba bajando en picado por acción del sorbete de limón que mamá había preparado el día anterior.

Creí que estaría lo suficientemente bien como para ocuparme de mis tareas y fregar los platos, pero después de avanzar lentamente, a ritmo de caracol, en dirección a la cocina con mi vaso, mi cuchara y mi bol, Shasha me cogió las cosas con cuidado de las manos y dijo que ella se ocupaba.

-Debes de verme muy mal.

-Creo que te está volviendo a subir la fiebre-comentó, y mamá se acercó a mí, me puso una mano en la frente y, tras un instante de vacilación en el que su instinto maternal calculó con una exactitud de centésimas mi temperatura corporal, asintió con la cabeza y me envió escaleras arriba, a que hiciera lo que yo quisiera, pero descansando todo lo posible. Tampoco es que necesitara ese último consejo: no tenía ganas de nada más que de tumbarme en la cama (ni siquiera me metería bajo las mantas) y tratar de dormir. No voy a mentir: sabía que olía de pena y que tenía el pelo hecho un asco, pero ya había hecho bastante ordenando mi habitación: sí, me sentía mejor porque ya no vivía entre caos pero, ¿a qué precio? Lara Jean había ordenado su cuarto en A todos los chicos de los que me enamoré cuando quería organizar también sus pensamientos, pero su cuerpo estaba perfectamente. No se encontraba mal, sus glóbulos blancos no luchaban entre sí, ni su estómago bailaba una conga con cada movimiento que hacía, como estaba haciendo el mío ahora que estaba lleno.

Así que en ésa estaba, en intentar relajarme, dejar la mente en blanco y no pensar en nada, pues pensar implicaba ser consciente de mí misma, y por tanto de mi malestar, cuando alguien llamó a la puerta, con una voz conocida que yo adoraba. Apenas podía creérmelo cuando le escuché al otro lado de la pared.

-Servicio de habitaciones-bromeó conmigo, y yo sonreí.

-¿Alec?

-No. Soy su gemelo malvado, Caleb-respondió, entrando por fin en mi habitación, y haciendo que el día se nublara un poco menos esbozando una sonrisa. Jo, qué guapo era. A veces se me olvidaba lo guapo que podía llegar a ser, especialmente cuando sonreía y estaba tan relajado como lo hacía ahora: a pesar de que había pasado la noche conmigo, era como si hiciera años que no lo veía. Sentí un subidón de dopamina en mi cuerpo nada más verlo, al pensar que, si estábamos juntos, no podía pasarme nada malo. Ni siquiera mis débiles defensas podían volverse contra mí.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora