Capítulo 18: Cicatrices.

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No reconocía la chica del reflejo en el espejo. A pesar de que era idéntica a como había sido yo hacía una vida, a la vez éramos tan distintas que no terminaba de pensar que estaba mirando a una realidad alternativa en la que yo no tenía cabida. Tenía el maquillaje corrido por la cara, cayendo en cascadas negras desde los ojos y el pintalabios dejando un rastro de falsa sangre en mi boca que hacía que pareciera que acababa de venir de una cacería. Las trenzas, si es que se las podía llamar así, tenían más mechones de pelo sueltos que los que aún ocupaban su lugar. Y los ojos estaban rojos, hinchados de llorar.

Si dijera que no sabía decir cuál había sido el punto de inflexión para que yo terminara de reunir el valor de lanzarme al precipicio, estaría mintiendo. Por supuesto que lo sabía. Lo había provocado yo misma, saliendo del baño de los chicos, limpiándome un poco de jabón de manos de la comisura del labio y mirando a Alec directamente a los ojos, haciéndole daño en el punto más sensible de su ser. Había ido directamente a atacar sus esperanzas, lo poco de él que aún le traicionaba y me hacía saber que haría lo que fuera por estar de nuevo juntos, ese rinconcito de su mente que decía que merecía más la pena perder la razón y reconciliarse conmigo que seguir en sus trece, mantener el orgullo pero perderme a mí. Había visto cómo su mirada había cambiado, cómo se oscurecía y se volvía dura.

Lo poco que el Alec que había nacido conmigo en aquella misma discoteca cuando nos besamos por primera vez se disolvió en el aire ante mis ojos. Aquel Alec ahora sólo vivía en mi mente. Me había encargado personalmente de enviarlo al otro mundo, y antes de que él se girara y se marchara, pude ver cómo el Alec que había sido siempre, al que yo había detestado durante tanto tiempo. Yo misma había traído de vuelta a la vida al monstruo del que había huido con tanta intensidad toda mi vida.

Y me había hecho daño. Muchísimo daño. Porque en ese momento comprendí que lo que nos traíamos entre manos no era un juego. No para Alec, al menos. Es cierto lo que dicen que sólo sabes lo que tienes hasta que lo pierdes: no fue hasta que Alec me dio la espalda que yo me di cuenta que necesitaba dormirme en su pecho; no fue hasta que la última oportunidad de acercarnos el uno al otro se hizo añicos entre mis dedos cuando yo me di cuenta de que le necesitaba conmigo.

Le necesitaba conmigo. Le necesitaba conmigo. Y no iba a tenerlo. Ya no. Alec podía ser muchas cosas, pero ninguna era indeciso. Sabía lo que quería, sabía cuándo lo quería, y cómo lo quería, y luchaba por ello hasta la extenuación. No se daba por vencido salvo que no hubiera posibilidades, y yo había destrozado esas posibilidades haciendo el imbécil. Nos habíamos peleado de una forma que me había secado la boca y humedecido mi entrepierna, y por un momento pensé que él se sobrepondría a mi voluntad de nuevo y me besaría, y esta vez mi cuerpo me traicionaría durante tanto tiempo que, cuando quisiera resistirme a él, ya le tendría dentro y ya se me haría absolutamente imposible decirle que no.

Cuando brindamos frente a la barra del bar con todas mis amigas mirando, por un momento estuve convencida de que Alec me atraería hacia sí, me comería la boca como estaba mandado y me recordaría quién era él, pero, sobre todo, quién era yo: Sabrae.

Y ser Sabrae era inherente a ser de Alec.

Por supuesto, como era ya de esperar en mí, lo eché a perder no viendo que una ocasión de oro lo era, y marchándome para darle celos porque me importaba más mi estúpido orgullo y mis ganas de tener razón que mi amor por él. Había decidido llevarlo al límite y conseguir que se decantara por mí metiéndome en el baño con Peter, aunque no habíamos hecho nada. Nada más meternos en el cubículo, los dos habíamos sacado nuestros móviles de nuestros respectivos bolsillos y nos habíamos dedicado a mirar nuestras redes sociales, aprovechando que había otra pareja enrollándose al lado nuestro para llenar el ambiente de gemidos y suspiros de satisfacción. Peter no me tocó ni un pelo ni yo se lo toqué a él, por dos sencillas razones de peso:

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora