Capítulo 37: Fuego y dinamita.

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Había subido los dos pies al sofá, y estaba acurrucada en una de las esquinas, con las piernas cruzadas, cuando escuché el timbrazo del microondas que indicaba que las palomitas estaban listas. Instintivamente, me revolví en el asiento, pero no porque tuviera ganas de echar mano de algo que llevarme a la boca (sí, me apetecían las palomitas, y cuando él sugirió que las hiciéramos para ver una peli, como si estuviéramos en el cine, sentí que un par de mariposas revoloteaban en mi estómago), sino porque eso significaba que pronto, Alec volvería a estar conmigo. Era increíble cómo podía llegar a echarle de menos incluso cuando estaba a una habitación de distancia, cuando hacía apenas un par de minutos, el equivalente a cuatro toquecitos en el microondas, me había separado de él. Yo me encargaba de llevar las bebidas mientras él se quedaba vigilando de las palomitas.

Una sonrisa me atravesó la boca cuando apareció por la entrada del salón, que no tenía puerta, y el olor de las palomitas frotó hasta mi nariz, haciéndome salivar. Como si lo que tuviera ante mí no fuera ya increíblemente apetecible.

Las traía en un bol de cristal transparente en cuyo fondo se intuían granos de maíz que no habían explotado, pero los que sí lo habían hecho brillaban con un ligero tono dorado que te invitaba a soñar con películas que te cambiaban la vida, como ya sabía que lo haría la que íbamos a ver ahora.

Y estaba guapísimo. Y buenísimo, igual que ellas. Llevaba el pelo un poco más alborotado que de costumbre, y todo gracias o por culpa mía, con los rizos que le terminaban saliendo lo quisiera él o no más enroscados que nunca, especialmente en la zona de la nuca, en la que el sudor que le había perlado la piel como el rocío en una noche de verano durante el sexo había hecho que su genética cobrara aún más fuerza. La piel aún le brillaba con ese suave resplandor que sólo una buena sesión de sexo puede darte, y tanto sus ojos como su boca sonreían. El chocolate de sus iris estaba derretido de una forma cálida y acogedora, que te invitaba a fantasear con pasar una noche en una cabaña perdida en la montaña, sin cobertura ni electricidad, en la que el único calor que podía protegerte del frío era el de una chimenea crepitante y su cuerpo encima del tuyo, haciendo que te retorcieras mientras te poseía y te hacía descubrir las maravillas que hay en tu interior, al que ningún otro hombre podía acceder como lo hacía él.

Cuando mis ojos por fin descendieron de los suyos a su boca, descubrí que estaba sonriendo con esa sonrisa traviesa tan suya, y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza mientras Alec se sentaba a mi lado, tan cerca de mí que prácticamente lo había hecho encima, pero no lo suficiente como para aplastarme. Y, desde luego, no para agobiarme. No podría agobiarme ni aunque quisiera. Le quería encima de mí, debajo de mí, dentro de mí. Estaba más que dispuesta a acostumbrarme a esas noches de lujuria con él, con parones por en medio para poder descansar y hacer cosas típicas de pareja y no de mejores amigos/novios-no-oficiales que follan como locos en cualquier esquina, sin importar que alguien pueda pillarlos. Si te soy sincera, me encanta salir de fiesta: desatarme completamente, saltar y gritar las letras de canciones que me encantan y despiertan en mí sentimientos que sólo se desperezan de noche, volverme loca cuando ponen una canción que me gusta y tomar tragos de alcohol que termine de desinhibirme cuando suene una que no me dé más; bailar con quien me apetezca, reírme con mis amigas, jugar a juegos que sólo son divertidos cuando estás un poco borracha...

... pero no me importaría cambiar todo eso por asegurarme noches así con Alec, donde él viene a mi casa o yo voy a la suya, cenamos cualquier cosa en el sofá o en su cama, viendo la televisión o fingiendo que le prestamos atención a la pantalla de su ordenador o del mío, y esperando con impaciencia a que la casa se quede vacía y nosotros podamos desnudarnos y empezar con lo que hemos venido a hacer. Porque sí, me encanta salir de fiesta, pero llevaba una temporada en la que el alcohol ya no me hacía brincar y encadenar un gallo tras otro, sino que ya no me apeteciera seguir disimulando que, cada vez que giraba sobre mí misma, no estaba buscando con la mirada a Alec; que cada vez que gritaba por encima de lo que decían los demás, no estaba intentando que él me escuchara y viniera a buscarme para sacarme de aquella sala abarrotada de gente y llevarme a un sitio en el que estuviéramos él y yo solos, un poco borrachos, muy cachondos, y más ansiosos aún de hacer lo que no habíamos podido entre semana.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora