Capítulo 71: Fuego de boxeador.

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El rugido de la gente saboreando la batalla que se iba a desarrollar dentro de unas pocas horas reverberaba dentro de mis costillas. Hacía que mi respiración se descontrolara y que los latidos de mi corazón se acelerasen hasta casi duplicar su velocidad.

Alec, que me había cogido de la mano apenas habíamos salido de la parada del metro, se giró un momento y me sonrió. Volvió a escanear mi conjunto con la mirada, tiró un poco de mí y me besó en la sien.

-¿Estás nerviosa?-preguntó, y yo asentí con la cabeza, notando un sorprendente nudo en mi estómago. No me estaba jugando nada, de hecho, ni siquiera sabía si estaba realmente interesada en lo que estoy a punto de presenciar. Yo sólo había venido por acompañarle. Por acompañarle, y por estar con él.

La única razón de que yo fuera a ver un combate de boxeo era que a él le había hecho ilusión llevarme. No voy a mentir: me picaba la curiosidad por ver cómo era ese deporte del que se habían hecho películas tan épicas, pero si Alec no me hubiera invitado a ir a uno, me habría ido a la tumba tan tranquila sin haber visto en persona un cuadrilátero. Y, aun así, el hecho de que me hubiera querido llevar con él, renunciando a que Jordan lo acompañara, me hacía una especial ilusión; ilusión a la que teníamos que añadir el hecho de que fuéramos a pasar un fin de semana juntos, lejos de nadie que nos conociera; el primer fin de semana en que podríamos ser completamente libres. Podría pedirme que fuéramos a un concierto de algún cantante que yo detestara, y habría aceptado igual, todo con tal de disfrutar de esa libertad que me había regalado.

Hasta hacía muy poco, sentía curiosidad. Ahora, no estaba segura de en qué consistía esa mezcla de sensaciones en mi interior.

-Emocionada-conseguí decir, y él asintió y sonrió, volviendo la cabeza de nuevo al impresionante edificio que teníamos delante. Estaba acostumbrada a estadios y demás zonas pensadas para espectáculos públicos, pero nunca pensé que un combate nacional entre un novato y un campeón podría reunir a tanta gente como para despertar terremotos en los cimientos de una construcción tan inmensa como la que teníamos delante.

Es más, es que nunca había pensado que el boxeo pudiera concentrar a tanta gente como para llenar un estadio como ése.

Nos acercamos a una de las entradas, en la que había menos cola. Alec entregó nuestros billetes de ida a ese espectáculo y esperó pacientemente mientras el guardia de seguridad las examinaba. Me pidieron que entregara la mochila y nos preguntaron si llevamos armas, algún objeto punzante, o drogas en el interior. Negamos con la cabeza. ¿Alcohol? Alec negó con la cabeza mientras yo me mordía la cara interna del labio. El segurata, de unos nada envidiables dos metros, se apartó para dejarnos paso cuando el encargado de las entradas asintió con la cabeza y me devolvió mi mochila, que anudé y me volví a colgar a la espalda.

Atravesamos el pasillo y el rugido aumentó de volumen a medida que vamos acercándonos al ring, como si la pelea empezara antes de lo que indicaban nuestras entradas y fuéramos a pillar el combate empezado. Me estremecí y apuré el paso, odiando lo mucho que habíamos tardado en encontrar un vagón de metro en el que embutirnos con nuestras cosas (Alec había decidido dejar pasar un par de trenes al ver la cara que puse cuando estos se detuvieron en el andén, abarrotados) y sintiendo que el estómago empezaba a retorcerse en mi interior: si habíamos llegado tarde, no me lo perdonaría. Por mucho que Alec dijese que le daba igual, yo sabía que no era así.

Como si se hubiera dado cuenta de mi cambio de humor, Alec me rodeó la cintura con el brazo y me presionó suavemente la cadera con los dedos, invitándome a tranquilizarme y a aminorar el paso. No había necesidad de que apurara a mis pobres pies, que se despegaban del suelo como si éste tuviera una fina capa de líquido atrapamoscas cada vez que los levantaba para seguir avanzando. Levanté la cabeza y miré a mi chico, que me devolvió la mirada desde arriba, como la aparición de un dios, y me dio un beso en la sien. Tranquila, me decía con ese simple gesto; a veces se me olvidaba lo fácil que le resultaba a Alec leerme. De hecho, todavía me sorprendía a mí misma cuando interpretaba sus más mínimos gestos, escuchando sus pensamientos como si los hubiera manifestado en voz alta.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora