Capítulo 39: Theodore y Gugulethu.

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Había hecho bien reservándose el baño para el último lugar. De habérmelo enseñado ayer por la noche, creo que no habría querido subir a su habitación y descubrir el único lugar de su casa que podría rivalizar con ella.

Ante mí se abría una estancia luminosa y tremendamente amplia, de paredes del mismo mármol que componía las columnas griegas que daban la bienvenida a la casa y la sustentaban en el amplio vestíbulo del que nacían las escaleras en forma de paréntesis. Aquellas placas de colores arenosos te recordaban al palacio de algún emperador romano que no había conseguido pasar a la historia por ser su reinado tranquilo para su pueblo, y mantenían la armonía de la estancia con la eficacia de un buen fondo en cualquier cuadro. Sólo había una pared que no estuviera recubierta de aquel material: la amplia cristalera a través de la que se colaba la luz del sol, desprendiendo destellos de arcoíris en el suelo salpicado de unas cuantas alfombras en tonos arena, dorado y granate suave. Entre los huecos de los pequeños cristales que impedían que se viera nada desde el exterior, se formaba una vidriera unidireccional que te permitía ver el jardín desde cualquier punto, estuvieras en el excusado, lavándote los dientes y contemplándolo en el espejo, o desde la bañera que presidía la estancia, que me esforcé para dejarla en último lugar.

El baño era inmenso; puede que tuviera más de veinte metros cuadrados, y por aquí y allá había esparcidas pequeñas mesitas con macetas ocupadas por flores que combinaban con los colores de la habitación. En la pared contraria a la cristalera había un lavamanos que parecía surgir de la pared, con su propia cómodo y espejo incorporados. En una esquina, se encontraba el baño.

Pero lo mejor de todo era la bañera: colocada estratégicamente cerca de la cristalera, se extendía en un rudo bloque que parecía arrancado directamente de la piedra, de formas irregulares en su contorno. El interior, sin embargo, estaba perfectamente pulido, primero por unas manos expertas y después por años y años de agua terminando de perfeccionar el trabajo. Un grito dorado con dos manillas para el agua caliente y la fría se situaba justo en el centro del bloque de piedra irregular.

-¿Es...?-pregunté, acercándome con tanto respecto a la bañera que cualquiera hubiera dicho que había un cocodrilo en ella. Alec se estaba mordiendo la lengua con las muelas, por lo que sólo pudo confirmar mis sospechas con un:

-Mfjé.

Me volví para mirarlo. La bañera era de mármol de un rosa oscuro, con vetas blancas y doradas que delataban su origen de uno de los lugares más exclusivos de Italia.

A pesar de que del techo colgaba una lámpara de araña que combinaba con los adornos dorados colocados aquí y allá por las paredes para darle un aspecto palaciego al baño, la que verdaderamente denotaba lujo era la bañera, perfectamente tallada en su parte útil, y perfectamente conservada en aquella que no servía para más que para adornar.

Reparé de casualidad en que, al lado del bloque de la bañera, había una pequeña estantería, pero ni siquiera me fijé en su contenido. Estaba demasiado ocupada admirando el acabado perfecto del interior de ésta, lo cuidados que estaban los grifos, y los escalones sutilmente tallados en el exterior para facilitarte la entrada en ella. Ya desde la puerta podías apreciar que era inmensa, pero vista desde cerca era aún más impresionante: no sólo sus colores y sus formas te hacían pensar en el esplendor de Roma, sino que el tamaño y el corte te invitaban a compartirla con alguien.

Con su metro casi noventa de estatura, Alec podría perfectamente tumbarse dentro de la bañera y flotar haciéndose el muerto sin tocar ninguno de los bordes. Más que una bañera, parecía una minipiscina de lujo.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora