Lo confieso: cuando Sabrae me ofreció enseñarme la sala en la que su padre guardaba todos los premios que le habían entregado pensé, igual que Scott, que lo que estaba haciendo era inventarse una excusa un tanto patética para que volviéramos a estar solos y poder echar otro polvo. A fin de cuentas, ya había pasado un tiempo desde el último, y cada uno había estado ocupado hablando con alguien de su mismo sexo, lo que a nuestra edad solía significar que compararíamos experiencia sexual y terminaríamos calentándonos de tanto recordar las guarradas que habíamos hecho. Y, como era inevitable, ese calentón nos llevaría de nuevo a buscar compañía, como habría hecho Scott también si hubiera estado en sus mejores días.
No me molesté en darle una mala contestación a Scott cuando éste se metió con su hermana por su poca inventiva; Sabrae podía manejarse con él perfectamente, y estaba demasiado ocupado pensando en lo mucho que me apetecía hundirme en ella (o puede que degustarla, la verdad es que no le hacía ascos a nada) como para pensar algo mínimamente inteligente con el que callarle la boca al mayor de los Malik. Cuando ella me levantó del sofá y me tendió la mano para guiarme por su casa, ya estaba saboreando el polvo que echaríamos en una sala aleatoria, y no me avergüenza admitir que barajé todas las habitaciones de su casa, calentándome cada vez más y más con cada paso que dábamos, porque imaginármela desnuda en un sitio diferente a donde ya le había arrancado la ropa hacía que me subiera la temperatura corporal hasta el punto de tener fiebre.
Por eso, cuando empujó la puerta de una habitación en la que yo recordaba vagamente haber entrado en una vida pasada que ya ni siquiera consideraba mía y me encontré con que se trataba de una especie de sala de exhibición/despacho con una larga mesa de cristal y un único sillón de cuero reclinable y con ruedas, no pude evitar pensar en que me la follaría encima de una mesa por fin, después de tanto tiempo de espera. Las mesas eran mi punto débil y una de las razones por las que me había ganado tan buena reputación entre las chicas londinenses: no todos los tíos eran capaces de echar polvos sobre mesas que duraran más de 5 minutos (7 si eran expertos en eso de pensar en animalitos muertos para posponer el orgasmo) así que yo, con mi aguante casi infinito de media hora, era poco menos que un dios. Me gustaban las mesas por las infinitas posibilidades que traían si sabías utilizarlas, pero también porque había algo tremendamente erótico en eso de utilizar un mueble aparentemente inocente en tareas tan perversas como poseer a una mujer.
Cada vez que pensaba en los sitios en que las chicas hacían tranquilamente sus tareas del instituto o la universidad, o sus padres preparaban documentos para el trabajo, o simplemente colocaban el frutero, y yo las había hecho correrse para mí, me costaba tanto ocultar la sonrisa que casi siempre hacía que alguien me preguntara de qué me reía.
Y si a eso le añadíamos el morbo añadido de que claramente aquella habitación era del dominio exclusivo de su padre, mi libido se multiplicaba por mil.
Sin embargo, lejos de rodearme como una gata lista para saltar sobre mí y pegarme contra un hueco en la pared tras cerrar la puerta, Sabrae caminó por entre las baldas de cristal en las que se sostenían premios de todas las formas y tamaños. Su pelo rizado bailó a su espalda cuando alzó la cabeza para estudiar uno en particular, colocado junto a unas cuantas figuras antropomorfas de varios colores diferentes, con forma de cervatillo dorado que miraba al frente con las orejas alzadas, como si hubiera escuchado a un cazador en la distancia. Ahí fue cuando empecé a sospechar que, quizá, no fuéramos a hacer nada en aquella sala, después de todo.
Cuando se apartó un mechón de pelo de la cara y se mordisqueó el labio mientras se abrazaba con un brazo la cintura y con la otra frotaba los dedos pulgar e índice, lo supe con seguridad. Me acerqué a ella y me coloqué a su lado, consciente de repente del aura de misticismo que llenaba la habitación.
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B o m b ó n (Sabrae II)
RomanceHay dos cosas con las que Sabrae no contaba y que le han dado la vuelta a su vida completamente: La primera, que Alec le pidiera salir. Y la segunda, que ella le dijera que no. Aunque ambos tienen clara una cosa: están enamorados el uno del otro. Y...