Capítulo 54: Tú, yo, la lujuria y nada más.

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La gente que dice que el misionero es una postura sobrevalorada, aburrida, y vainilla, es porque no la ha hecho con Sabrae. Bueno, vale, vainilla puede que lo sea un poco, pero realmente no tiene nada de malo empezar suave si luego vas a terminar como una puta fiera. A fin de cuentas, los Lamborghini salen mucho más rápido que los aviones, y eso no quita de que los aviones sean los que alcanzan más velocidad y te llevan más lejos, y sobre todo más arriba, no sé si me entiendes.

El caso es que no podía dejar de pensar en lo que me había dicho sobre cambiar un poco de posturas, innovar un poco, esa tarde. Cada vez que ella se daba la vuelta, y mis ojos bajaban rápidamente a mirarle el culo (porque las costumbres son muy poderosas, yo soy un adolescente y Sabrae está buenísima), mi cerebro se desconectaba y reproducía en bucle la conversación. Quiero probarlo por detrás. Quiero innovar. Quiero jugar un poco. Quiero explorar. Quiero descubrir cosas nuevas. Así sonaba su voz en mi cabeza, la banda sonora perfecta de unas imágenes que me desfilaban por delante de los ojos sin estar realmente ahí: Sabrae desnuda delante de mí por primera vez, Sabrae mirándome a los ojos y mordiéndose el labio mientras me metía dentro de ella, Sabrae clavando las uñas en el tapiz de la mesa de billar mientras yo le comía el coño con toda la necesidad y la sed del mundo, Sabrae de rodillas frente a mí, con el agua de las duchas de los vestuarios del gimnasio cayéndole por los hombros mientras me acariciaba la polla... Sabrae de rodillas frente a mí en mi habitación, metiéndose mi polla hasta el esófago mientras se metía los dedos para darse placer, demasiado cachonda como para esperar a que llegara su turno.

Y tenía su culo en primer plano porque la había invitado a subir las escaleras delante de mí, en parte por caballerosidad y en parte porque no soy imbécil y no pienso privarme de mirarle el culo a mi chica hasta hartarme (lo cual no pasará nunca). Así que me moría de ganas de llevármela a mi habitación. Primero, porque nunca habíamos pasado un San Valentín juntos, de manera que yo no podía saber lo especial que era este día para ella y no me esperaba que se pusiera así de contenta, y segundo, porque nunca la había visto tan contenta y tan dispuesta como lo estaba entonces.

Vale, lo del colgante había sido un poco cagada. Tenía razón: debería haberle regalado mi puta inicial, pero yo no estaba de esas cosas y, además, ¿qué pasaría, si... bueno, nos pasaba algo? Yo no quería que dejara de llevar algo que le había regalado yo sólo porque tenía relación directa conmigo, aunque supongo que en eso consiste tener una relación: en saltar continuamente de un avión y confiar en que se te abrirá el paracaídas antes de pegarte la Gran Hostia.

Pero bueno, tampoco es que lo del colgante me quitara el sueño (tenía la esperanza de que me lo quitaran otras cosas que tenían más relación con ella) porque sabía que le había hecho ilusión. Incluso aunque fuera una cagada porque no era un regalo de San Valentín como Dios manda, yo sabía que le había hecho ilusión sólo el detalle, y que tenía muchas ganas de que llegara el momento en que nos fuéramos a la cama para hacerlo de nuevo. Llevábamos un tiempo sin hacerlo, así que ya se notaban las ganas; y no te voy a mentir, cuando dicen que el amor está en el aire, tienen razón. Pocas veces había sentido la llamada de la naturaleza de manera tan apremiante como ese día, en que los sentimientos estaban a flor de piel y todas las parejas procuraban estar juntas. Lo que me extrañaba era que la tasa de natalidad en Noviembre no se disparara por culpa de este mes.

Pero en fin, a lo importante: el misionero.

El hueco que hay entre sus piernas es mi lugar favorito en el mundo, y cuando estamos con el misionero pasa algo muy pero que muy interesante. El caso es que cuando yo estoy encima, y ella está debajo, si se lo hago lo suficientemente bien (y no "bien" de tío estándar, sino "bien" teniéndome en cuenta a solamente), a Sabrae le gusta. Mucho. Quiero decir, más de lo que le suele gustar. Es una criatura física, mi chica. Un animal de contacto, y hay pocas posturas en las que haya tanto contacto como en el misionero. Así que cuando si yo estoy especialmente inspirado en el polvo, ella se vuelve loca, y lo que hace es pasarme las piernas por las caderas y cerrarlas en torno a mí, como si no quisiera que hubiera ni un milímetro de espacio entre nosotros.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora