Capítulo 58: El evento cinematográfico del siglo.

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¡Hola, mi flor! Tengo una buena noticia que darte: para compensar las improvisadas vacaciones de esta semana (sí, soy consciente de que dije que el lunes subiría, y al final no subí), y aprovechando que ahora tenemos obligación de estar en casa (aunque yo llevo siendo un animal de interiores desde 1996), he decidido que... ¡hasta nuevo aviso, cada semana habrá dos capítulos de Sabrae! Así que nos vemos muy, muy pronto de nuevo. ¡Que disfrutes de la lectura!

Antes de darme cuenta de que sentía la cabeza embotada como si me hubiera sumergido a cientos de kilómetros bajo la superficie del mar, o de notar que me ardían los ojos por culpa del sol que había decidido acercarse a mí para comprobar qué tal llevaba esa resaca infernal que me estaba matando, noté que estaba conmigo. Había un bultito cálido a mi lado en la cama, oculto bajo las sábanas, acurrucado junto a mi vientre en posición fetal, presionándome suavemente para que no me sintiera solo. Y eso me hacía sentir sorprendentemente bien, a pesar de lo jodido que estaba. Su presencia lo hacía todo un poco mejor.

Sabrae. Joder. Incluso cuando aún no había cobrado conciencia de que yo existía, de que tenía cuerpo o de lo que había pasado con él, ya la recordaba a ella. Sus labios rojos como la sangre, su pelo negro como el carbón, su cuerpo lleno de curvas como las corrientes de lava que descendían por los acantilados en dirección a ese océano que tenía entre las piernas. La melena le olía a manzana, el cuerpo, a fruta de la pasión, lo que ella despertaba en mí; y la boca le sabía a frambuesa, alcohol y sexo del bueno, de ése en el que no puedes dejar de pensar hasta una semana después de echar el polvo, de ése que te hace volverte loco, subirte por las paredes cuando te fuerzan a un período de abstinencia.

Y la tenía ahí, conmigo, pasando la noche a mi lado, cuidándome y custodiándome como yo estaba dispuesto a hacer con ella. Solté un sonoro bufido cuando mi cuerpo empezó a desperezarse, y mi mente, un poco más espabilada que hacía un par de segundos, se dio cuenta de que no era una entidad flotando en la inmensidad del espacio, un universo plagado de estrellas cuya fuerza gravitatoria era Sabrae.

Me dolía la cabeza, me ardían los ojos y notaba la boca seca, casi arenosa, como si me hubiera tragado toda la arena del desierto del Sáhara y hubiera dejado a los científicos una inmensa superficie de roca que ahora tenían que volver a cartografiar... pero la resaca no era resaca cuando la pasaba por Sabrae. Así que instintivamente tiré de ella hacia mí, rodeándola con el brazo y pegándola hacia mi cuerpo, buscando el alivio que siempre me proporcionaba el aroma afrutado que despedía su melena.

A ella no pareció gustarle mucho mi arrebato de pasión, porque menguó considerablemente, volviéndose la décima parte de pequeña de lo que en realidad era, y empezó a revolverse en el interior de las mantas. Suspiré de nuevo, luchando por abrir los ojos, y ella salió disparada de debajo de las sábanas, dejándome con una extraña sensación de confusión ante su rapidez... y lo peluda que había parecido en mis manos.

Cuando pude por fin separar los párpados, me costó procesar la rápida desaparición de mi chica. Mis neuronas estaban demasiado machacadas aún por la noche de fiesta como para comprender adónde había podido marcharse con tanta rapidez.

Hasta que me incorporé lo suficiente como para levantar la cabeza y ver a Mimi sentada en la silla de mi escritorio, con las piernas cruzadas, acariciando a mi acompañante de cama como una villana de James Bond. Trufas.

Así que había sido ese puñetero animal, y no Sabrae, quien se había acurrucado contra mí mientras dormía. Joder, mi vida empeoraba por momentos. Tenía una resaca del quince, me dolía todo el cuerpo, y para colmo estaba lejos de Sabrae. No encontraba motivos para aferrarme a la vida, y mucho menos, fuerzas.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora