Capítulo: 29

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Carolina

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Carolina

Unos sonidos logran despertarme, Iván emite un murmura en un idioma que aunque no conozco en nada adivino que es italiano por el acento.

Me encuentro de espaldas y movida por la curiosidad me giro, creyendo que lo despertaría ya que su brazo está ajustado protectoramente contra mi abdomen, sus piernas se entretejen con las mías y su cara se halla hundida en el hueco entre mi hombro y cuello; de esa forma que puedo sentir su respiración... ¿irregular? Contra mi piel.

Al girarme, contemplo sus rasgos a través de la oscuridad. Iván tiene el ceño fruncido y la mandíbula tensa. Los músculos del cuerpo se le han tensado y vuelve a murmurar unas palabras, que tampoco he entendido.

Oh, Dios. No puede ser, ¿pesadilla?

Sí, Iván está teniendo pesadillas, lo sé, conozco a la perfección cuando alguien está teniendo un mal sueño, pues lo vivo la mayor parte del tiempo.

Mi mano toco su cara, está sudado, muy sudado.

—¿Iván?

Se despierta tras mi primer llamado, me agarró la muñeca de súbito, con fuerza y me hace daño. El suficiente como para que grite su nombre a modo de advertencia.

Iván se despierta sobresaltado, pero no suelta mi mano.

—Carolina... —gime, todavía sosteniendo mi muñeca.

—Sí, soy yo... —le contesto, sin dejar de mirar cómo su pecho desnudo sube y baja a causa de su agitada respiración mientras me pregunto si él tendrá esa clase de pesadillas muy a menudo.

Iván suspira y afloja los dedos, después vuelve a tomar mi brazo, examinándolo para comprobar si me había hecho daño.

—Lo... lo siento, Lucecita —dice, atormentado. Besa mi mano y agrega—: Espera, iré a por un poco de hielo, debí haberte dejado las marcas de mis dedos en tus muñecas.

—No —coloco una mano en su pecho, buscando aquietarle y siento la humedad de su piel al tocarlo, está bañado en sudor—. Déjalo así, Iván, estoy bien. Tuviste una pesadilla, no sabía que tú... ¿las tienes muy a menudo?

Iván suspira, tomando una esquina de la sábana para secar el sudor de su cara.

—No son muy frecuentes —dice, fijando la vista en los grandes ventanales de su espaciosa habitación y se sienta sobre la cama, subiendo las rodillas hasta su estómago y las rodea con sus manos, un gesto que imité—, solo en algunas ocasiones sueño con... ella.

Mi ceño se frunce ligeramente.

—¿Quién ella? —entonces me mira, no puedo ver mucho de él con la poca luz de las estrellas y la luna que se cuela por el ventanal, pero si lo escucho tragar grueso y lanzar un agudo suspiro.

—Ella, la mujer que me dio la vida, y un día vi como su cobardía la había llevado a quitársela como si tuviera el derecho de hacerlo...

Oh. Claro, su madre que se suicidó.

Tú, Eternamente tú© ✓✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora