OBSIDIAN DEL NORTE

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La ciudad era la más grande que había en lo que se conocía como el Norte del Imperio Metropolitano, un basto territorio que la Casa Rojas gobernaba en nombre de la Corona y defendía con ayuda del II Ejército, uno de los cuatro destacamentos en los que se dividía el todopoderoso Ejército Real. El centro de poder de los Rojas estaba en su castillo, situado en una isla que había situada en un gran lago que había dentro de los muros que rodeaban la ciudad.

Dentro del castillo, en la biblioteca, Bernardo Rojas leía libros cubierto con una manta a la luz de unas velas. Alzó la mirada del libro cuando se dio cuenta de que ya no estaba solo en la habitación. Se puso en píe y miró hacia el rincón oscuro del que emergía Andrea con cara de preocupación.

– ¡Hija! ¿Qué ha ocurrido para que hayas utilizado los poderes de Acrata?

– ¿Cómo sabes que los he utilizado, padre?

– No juegues conmigo, Andrea. Sólo hay una manera de que hayas llegado tan rápido desde Metrópolis. Ya te he dicho muchas veces que esos poderes, por muy útiles que puedan ser, también representan un peligro. No la llaman la Maldición de Acrata por nada. Son poderes que surgieron de la oscuridad, fruto de una maldición que lleva sufriendo nuestra familia desde hace siglos. No sabes cuanto recé a los dioses para que tu no estuvieras entre los miembros de la familia que los han heredado. Por desgracia, no me escucharon.

– No tuve otro remedio, padre. Han intentado matarme.

Bernardo abrió mucho los ojos y corrió hacia su hija, cogiéndola suavemente por los hombros.

– ¿Te encuentras bien, mi cielito?

Andrea asintió conteniendo las lágrimas.

– Fue Maxwell Lord, estoy segura, aunque no puedo demostrarlo. Tenías razón, padre, están conspirando contra Lena. Morgan Edge y Veronica Sinclair están con él. Creo que tratan de matarla.

Bernardo respiró hondo. Los temores del cabeza de la Casa Rojas se habían confirmado y eso no le gustaba nada.

– Así que las grandes casas van a por el trono.

– No todas, padre, porque los Rojas seguimos fieles a la Corona ¿Verdad?

Bernardo volvió a asentir.

– Por supuesto, mi cielito. La Casa Luthor debe seguir reinando. Ellos crearon este imperio y lo han mantenido unido durante siglos. Y los Rojas siempre hemos estado a su lado. Nuestro antepasado, Jonás el Negro, luchó junto a Lorian el Conquistador y fue su Consejero de Guerra. El único Luthor contra el que hemos luchado ha sido Lex y no me arrepiento de ellos aunque... – hizo un pequeña pausa para toser –mi salud se resiente por ello.

– Era necesario, padre. Se había vuelto loco y amenazaba con arrasar todo el continente.

Bernardo asintió.

– Por eso mismo. Nuestra lucha fue contra el Rey Loco, no contra la Casa Luthor. Ahora, es Lena quién reina y debemos permitir que continúe en el trono. Ahora mismo, ella es la última Luthor y, sin ella, el trono quedará vacio y las grandes casas se enfrentarán entre ellas por hacerse con él. No te engañes, mi cielito. Puede que ahora se hayan aliado pero, si consiguen acabar con la reina, cada uno de ellos querrá sentarse en el trono y esto desembocará en una guerra civil que desangrará el Imperio durante años. Hay que proteger a Lena a toda costa. Deberás hacerlo tú, Andrea, ya que yo estoy demasiado viejo y enfermo para ello.

Andrea asintió decidida.

– ¿Qué debo hacer?

– Regresar a Metrópolis y vigilar a Lena de cerca, pero sin levantar sospechas. Puedes utilizar los poderes de Acrata si lo crees conveniente. Pero, recuérdalo, contra más uses esos poderes, corres más el peligro de que Ellos descubran que hay un miembro de la Casa Rojas que ha heredado los poderes que tanto codician. Lo último que necesitamos es que esa gente regrese al continente.

Andrea se mostró muy preocupada y empezó a dar muestras de miedo. Su padre le puso una mano en el hombro y sonrió para tranquilizarla.

– No te preocupes, mi cielito. Sé que podrás hacerlo sin necesidad de recurrir a tus poderes.

Andrea se puso melancólica.

– Ojalá Lena y yo siguiéramos siendo amigas. Esto lo haría más fácil.

Bernardo frunció el ceño.

– Todavía no entiendo lo que pasó entre vosotras, con lo unidas que estábais siempre. Aún recuerdo como me enorgullecía que te hubieras hecho amiga de alguien de la familia real. Aunque, a tu madre no le hacía gracia que fueras amiga de una bastarda.

Andrea se puso muy seria.

– Supongo que porque eso le recordaba que ella también era amante del rey Lionel.

Bernardo se puso serio también.

– No hables así de ella. Aunque nos traicionara, sigue siendo tu madre. Si alguien debe odiarla, ese soy yo –volvió a sonreír –. Afortunadamente, te dejó a ti aquí, conmigo, cuando marchó a Metrópolis para ser concubina del rey. Eso fue suficiente para perdonarla.

Andrea continuaba seria.

– Tuvo suerte de que yo era una niña entonces. De lo contrario, habría ido a Metrópolis para matarla yo misma. Aunque, de eso ya se encargó la reina Lillian.

– Dejemos los malos recuerdos del pasado. Ahora, debes centrarte en tu misión de proteger a Lena. Voy a enviar un halcón a Metrópolis proponiéndote como miembro del Consejo. Sería una necia si rechaza a alguien de tu talento solo por rencor.

Andrea sonrió y ambos se abrazaron y se despidieron. Salió de la biblioteca y llegó hasta un mirador que daba al lago. Observando el agua, se puso a recordar. Su mente retrocedió a cuando ella y Lena tenían 16 años y disfrutaban de unas vacaciones del colegio interno al que iban. Las dos cabalgaban por un bosque hasta llegar a su lugar secreto, una pequeña cascada que muy pocos conocían y que formaba una pequeña laguna muy bien escondida entre los frondosos árboles. Allí se desnudaron y se metieron en el agua, jugueteando en ella. Después, en la orilla, mientras el sol secaba sus desnudos cuerpos, se besaron apasionadamente en los labios y se dejaron caer sobre la arena dejándose llevar por sus pasiones.

Unas lágrimas cayeron por las mejillas de Andrea antes de desaparecer convirtiéndose en una nube de humo negro que se disipó rápidamente.

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