METRÓPOLIS

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La ciudad era tan grande que parecía no tener fin vista a ras de suelo. Unas enormes murallas la protegían por el norte, el oeste y el sur, mientras que la parte este lindaba con el mar, protegida por una serie de castillos y torres situados a ambos lados del gran puerto. Los barrios centrales ocupaban la zona central, albergando a la élite de la ciudad, con edificios opulentos y calles elegantes. El borde exterior lo ocupaban los barrios bajos, cuyo aspecto distaba mucho de la zona central.

Justo en el centro, sobre una pequeña colina, se alzaba un inmenso castillo con forma de L. Era la Fortaleza Luthor, hogar de la familia real y lugar desde donde se gobernaba la ciudad y el imperio que esta dominaba. Dentro, la inmensa sala del trono se encontraba llena de gente. Representantes de todas las casas nobles y de los reinos y ciudades estado vecinos se encontraban allí frente a un gran trono de piedra que encontraba desocupado hasta que su ocupante apareció por una puerta lateral atravesando una comitiva de soldados de la Guardia Real. Era una mujer joven y muy bella, de largos cabellos negros y unos penetrantes ojos verdes. Vestía un elegante vestido rojo, bastante ajustado y con un pronunciado escote y sobre su cabeza tenía una pequeña corona de oro con piedras preciosas.

Todos los presentes se inclinaron mientras la mujer caminaba hacia el trono. Cuando se sentó en él, todos se pusieron en píe. Una mujer que la acompañaba, también muy bella y de largos cabellos castaños, avanzó unos pasos y se dirigió hacia los presentes.

– Estáis en presencia de Lena, de la Casa Luthor, la primera de su nombre, reina y soberana de la ciudad estado de Metrópolis y todos sus dominios ¡Largos años reine!

– ¡Largos años reine! –repitió la multitud.

La mujer asintíó y se colocó al lado derecho del trono. Lena se puso en píe y avanzó unos pasos.

– Que venga el gran héroe de la Resistencia –dijo en voz alta.

Un hombre alto, de costitución fuerte y cabellos muy negros y brillantes avanzó unos pasos. Vestía una armadura de color azul y una capa roja. En el peto de la armadura, a la altura del pecho, había grabada una gran S. Este se colocó frente a la reina y se inclinó.

– Kal, de la Casa de El, ciudadano de Argo –continuó Lena en voz alta –. Metrópolis está en deuda con vos. Detuvísteis a mi hermano y devolviste la libertad a todo el Continente –un criado se acercó portando una almohada sobre la que había una medalla de oro con el emblema real que ella cogió y le colocó al kryptoniano –. Sabed que, si lo deseáis, tenéis un puesto en mi ejército y un lugar en mi Consejo.

– Os lo agradezco mucho, majestad. Pero mis días como guerrero han terminado. Solo quiero retirarme y vivir en paz.

Lena sonrió.

– Y os lo habéis ganado. Aún así, os quiero recompensar. Se que os criasteis con los Kent, una casa que carece de herederos y cuyos miembros han fallecido. Os concedo el título de Señor de la Casa Kent y os entrego todos su bienes y tierras.

Un murmullo empezó a salir de entre los presentes. Este no pasó desapercibido para Lena, pero prefirió ignorarlo mientras la mujer castaña pedía silencio.

– Sois muy generosa majestad –dijo Kal –. Pero, soy kryptoniano. Que yo sepa, no hay señores kryptonianos en el Imperio.

Lena volvió a sonreír.

– Pues ahora lo hay. Las leyes metropolitanas no lo impiden, me he asegurado de ello. Ahora, decidme ¿Hay algo más que queráis como recompensa por vuestros servicios?

Kal sonrió y volvió la mirada hacia la multitud, donde una mujer alta, de largos cabellos negros y vestida con un elegante vestido de seda azul celeste, se adelantó unos pasos y se colocó junto a Kal, quién la cogió de la mano. Lena la miró fíjamente.

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