EL RAPTO

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Para cuando la jornada terminó, la somnolencia de Mike había alcanzado limites infrahumanos. En la fábrica el ruido era ensordecedor, y sumándole a ello la incongruente charla de Clark sobre su ex esposa, hacían que su cerebro se sumiera en un letargo profundo, causando que controlara la línea de producción casi como un autómata, viendo interminables filas de tubos de fibrocemento salir por las cintas transportadoras. En cuanto la alarma de salida sonó, Mike resopló satisfecho, firmó la planilla del día y se dirigió rumbo a la salida, quitándose el casco de seguridad de la cabeza para guardarlo al pasar por su casillero correspondiente.

Afuera, el clima era cálido, espeso y húmedo, para nada normal en aquellos primeros días de invierno, y unos nubarrones negros en el cielo no daban buena pinta. Mike miró hacia el horizonte en cuanto puso un pie en la acera, y más pronto que tarde, Clark estaba a su lado.

—Parece que se avecina una tormenta —comentó mirando en la dirección donde observaba su colega.

—Ya, eso parece.

—¿Te apetece una cerveza? —le preguntó.

Mike siempre estaba listo para una cerveza, pero no con alguien como Clark. Seguramente quería seguirle hablando del mismo asunto, los constantes maltratos de su ex esposa, como le había retirado la custodia de los hijos, como le había engañado con su amigo de la infancia, cosas que ya sabía de memoria.

—No lo creo, ando bastante flojo de dinero. Al menos hasta cobrar la siguiente quincena.

—Yo te invito, luego me invitas tú a mí. Mañana hacemos medio horario, no creo que la hora sea un problema —insistió. En gesto amistoso, Mike le apoyó una mano en el hombro izquierdo antes de comenzar a caminar.

—Lo sé, pero estoy muy cansado. Será la próxima, Clarkie. Que descanses.

Mike echó a andar por la solitaria calle Winston rumbo a la avenida Greentown, sin mirar atrás. Llevaba las manos en los bolsillos de su mameluco de trabajo, azul con rayas reflectantes amarillas en los tobillos, y la cabeza escondida entre las hebras de su cabello lacio y largo hasta los hombros, negro como la profunda noche. A medida que caminaba escuchando sus propios pasos, se perdió en sus pensamientos, sonriendo por lo bajo, aunque nadie pudiese verlo. Siempre que miraba su ropa de trabajo le hacía recordar al mameluco naranja con su número de reclusión en el pecho, idéntico al que día a día llevaba puesto en la fábrica, solo que sin las cintas reflectantes en los tobillos. Pensó que, aunque los años pasaran jamás podría librarse de la misma ropa, y aun sonriendo, sacó la mano del bolsillo derecho para encender un cigarrillo mientras caminaba.

Por lo general su rutina era despertar, colocarse el mameluco de trabajo, beberse una taza de café y ordenar un poco el pequeño monoambiente que le habían asignado como vivienda gracias al plan de reinserción social del gobierno. Así esperaba hasta las doce y media, hora en la cual salía de su casa caminando para llegar a tiempo a marcar el ingreso en la fábrica a la una de la tarde. Allí trabajaba hasta las nueve de la noche, llegaba nueve y media a su casa, directo a ducharse, comer algún enlatado y acostarse a dormir. No tenía más rutina, tampoco tenía más aspiraciones. No tenía hijos, tampoco familiares que lamentaran su soledad y fuesen a visitarlo. Su padre lo había abandonado antes de nacer y su madre había muerto del disgusto mientras aún estaba encerrado en la prisión Libertyville. La única mujer que Mike amó en su vida había sido Clarisse, quien recibió la bala por él y quien no debería haber muerto si no hubiera sido por él. Su única misión en la vida era ponerse aquel mameluco, reprocharse a sí mismo su miserable existencia, y continuar un día más.

Para cuando llegó a la avenida y el ruido del tráfico lo envolvió entre bocinas, humo y gente que caminaba de un lado a otro, ya había acabado las tres cuartas partes de su cigarrillo. Mientras esperaba en la esquina a que el semáforo le diera luz verde para poder continuar, miró por encima de su hombro al bar abierto. Había unas cuantas mesas de metal con sus sillas, en la acera, dispuestas a un lado de los ventanales. Desde afuera se podía oler el aroma a las patatas fritas proveniente desde el interior del local, y aunque siempre pasaba por allí a diario, le pareció extraño que había muy poca gente en comparación de otros días. Normalmente aquel era un bar muy concurrido por estar en una zona céntrica, y tanto la comida como las bebidas que allí servían no eran malas en absoluto.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora