El sueño febril de Enjolras estaba lleno de gritos y resonancias de fusil. A su alrededor, por todas partes, la madera estallaba en astillas y los adoquines caían ruidosamente sobre lo que quedaba del pavimento, quebrándose en añicos por un lado y destrozando, por otro, los huesos de los desafortunados que los recibían en su cuerpo, especialmente entre el bando de los soldados.

Todo era una maraña confusa de fuego, humo y siluetas, civiles y de uniforme. Pero la sangre no dejaba de correr, de un bando y de otro, y el olor a carne quemada se mezclaba y confundía con el de la pólvora que impregnaba el aire.

Y, de repente, el silencio.

Enjolras veía el pelotón de fusilamiento frente a él, todo hombres con uniforme azul oscuro, manchado de sangre y quemaduras, y rostros indiscernibles que lo apuntaban con el cañón de sus armas. Enjolras las miraba y solo podía sentir tristeza. Todo miedo había desaparecido tras ver caer al último de sus compañeros apenas unos minutos atrás.

Entonces todo se detenía. Y, de un momento a otro, ya no estaba solo: alguien había cogido su mano. Y Enjolras se giraba, una paz inesperada floreciendo entre la desolación de su interior...

Pero el agarre en su mano se volvía bruto y doloroso. Súbitamente, la otra mano estaba en su muñeca y lo obligaba a ponerse de rodillas sobre el suelo con una fuerza sobrehumana, arrancándole una protesta atónita.

Enjolras buscaba a su agresor con la mirada y veía el cañón de una pistola frente a sus ojos. Y, detrás de este, a un hombre de rostro desfigurado y sangriento que sonreía de manera perturbadora. Enjolras conocía a ese hombre.

—Tienes un minuto —anunciaba, su voz rasposa y risueña. Risueña de venganza.

Enjolras se resistía, al principio. Se contorsionaba contra las ataduras que, como aparecidas de la nada, oprimían repentinamente sus brazos, tratando de aflojarlas, presa del pánico.

Al final, no obstante, se rendía. Miraba al hombre a los ojos y le decía:

"Mátame. Es lo que merezco".

O eso intentaba, pero la voz no salía de su garganta. Lleno de angustia una vez más, Enjolras trataba de hablar, trataba de gritar mientras varios hombres de uniforme se abalanzaban sobre él y, súbitamente, unas pesadas cadenas de hierro aplastaban sus miembros contra el suelo. Entonces alzaba el rostro con dificultad y veía a otros hombres como él a su lado, apresados por las mismas cadenas, pero juntos en fila.

Los reconocía a todos: eran sus compañeros, sus amigos. Estaban atrapados, los hombres de uniforme levantaban sus fusiles para apuntarlos contra ellos...

Enjolras trataba de decir sus nombres, desesperado. Pero no podía.

Y todos y cada uno de ellos morían frente a sus ojos.




Cuando despertó, su mundo seguía siendo delirante, pero más nítido. Podía sentir el sofoco del calor en su piel, el peso de su propio cuerpo sobre una superficie blanda que se hundía bajo él, el sudor en su frente.

Tardó unos minutos en abrir los ojos por completo, notando los párpados pesados de cansancio y aturdimiento. Cuando lo consiguió, su primer pensamiento fue uno de pánico: no reconocía nada a su alrededor. La habitación en la que se encontraba le era completamente desconocida.

Trató de incorporarse, pero no lo consiguió. En cambio, un ramalazo de dolor escaló sus extremidades, arrancándole un grito de sorpresa y congoja. Solo entonces reparó en la sensación sorda que entumecía sus músculos, como si su cuerpo siguiera bajo los efectos de un profundo sopor. No podía moverse.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora