Incluso en los peores momentos de la pérdida y la añoranza, el mundo continuaba girando. Los acontecimientos que se avecinaban no ofrecían apenas espacio para pensar en el luto ni lamentar los designios caprichosos del destino.

Si los años anteriores habían tenido una chispa de progreso y liberalismo en la apertura de las condiciones del régimen, 1868 continuó esa evolución. Grantaire no pudo dejar de encontrar una ironía hilarante en el hecho de que la ley de disolución de la censura, por la que volvía a instaurarse la libertad de prensa después de casi dos décadas, fuera aprobada el seis de junio, justo en su eterno aniversario de su lucha por la causa. El día que Enjolras, Musichetta y él visitaron el Père Lachaise para rendir su acostumbrado homenaje a los caídos —por desgracia, más numerosos que el año anterior—, pudo darse cuenta de que el aire de solemnidad y melancolía de ambos era ligeramente distinto. Que un atisbo de esperanza despejaba sus frentes, hasta entonces ensombrecidas de duelo y desesperanza.

—He querido honrarles por partida doble en tan señalada ocasión —le dijo a Enjolras cuando se despidieron de su amiga, poco después del mediodía.

Enjolras, cogido de su brazo —en los últimos años a Grantaire le molestaba su vieja herida de bala y necesitaba ayuda para caminar, lo cual les proporcionaba una buena excusa para mostrarse cercanos en público—, lo miró enarcando una ceja. Grantaire se maravilló una vez más, como hacía cada cierto tiempo, de lo hermoso que era: sus sesenta y dos años le habían enjutado el rostro y dibujado arrugas en su frente y su boca, perfilándola hasta hacerla parecer más severa que nunca, pero sus ojos, de un azul límpido, tenían un aspecto de sabiduría y calidez que habrían hecho confiar en él a cualquier extraño. También su porte, recto y decidido a pesar de la ligera inclinación de su columna, inspiraba respeto; Enjolras seguía siendo toda una lumbre en las tinieblas del ojo humano, un lucero llamativo, refulgente y atrayente.

Se había preguntado, más de una vez, si él lo vería con tan buenos ojos también. Hacía años que Grantaire no se preocupaba por su aspecto, no en lo que a Enjolras se refería, pero no se veía favorecido por los años y le parecía que su incipiente cojera, entre otras trabas de su salud, no resultaba demasiado atractiva. Enjolras, sin embargo, no le permitía concebir esa clase de pensamientos: cuando Grantaire abría la boca al respecto, su esposo lo escuchaba paciente, atentamente, y luego lo atraía hacia él tan pronto como terminaba de hablar para sellar sus labios con los suyos. "Eres hermoso", le decía entre besos de ternura y arrebato. "Hermoso e insoportable, como siempre. No podría dejar de amarte ni aunque lo intentara". Y Grantaire se sonreía, sabiendo que estaba siendo sincero.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Enjolras, visiblemente debatido entre la curiosidad y la cautela.

Grantaire sonrió misterioso. Hacerse el interesante era una buena manera de no pensar; de no preocuparse por lo que dejaban atrás, por lo que vendría adelante.

—Aprovechar la salida de la ley, por supuesto; creo que mi nuevo artículo será de tu agrado.

—Grantaire... no te habrás pasado, ¿verdad?

—¡Por mis barbas que no! Mucho más debería hacer, y lo haría, y quizás lo haré, ahora que se favorece. Pero mientras tanto... he querido hablar de ellos. De su historia.

A Enjolras le brillaron los ojos, como si lo entendiera. Pero aquello no fue nada en comparación con la intensidad de su mirada cuando leyó el propio artículo esa tarde, en el periódico. Grantaire se fingió atento a otros quehaceres mientras tanto, pero estuvo secretamente pendiente de su reacción hasta que Enjolras terminó de leer, apartó el periódico y respiró un momento. "¿Te parece apropiado?", le preguntó entonces, abandonando todo disimulo. Enjolras cerró los ojos un instante y asintió: "Sí, es apropiado. Es perfecto".

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora