Un rugido de terror colectivo se apoderó de la multitud. La marea humana que llenaba el boulevard, hasta entonces muy quieta, se sacudió súbitamente en dirección contraria a la que se había dirigido, arrollando sin miramientos a quienes no reaccionaran a tiempo.

Enjolras se sintió embestir por una turba confusa de cuerpos que lo empujaron con fuerza hacia atrás, obligándolo a girar sobre sí mismo, haciéndole chocar contra las personas que corrían en pánico a su alrededor. No entendía nada, no sabía qué estaba ocurriendo, pero su instinto reaccionó antes que él: pronto comenzó a gritar los nombres de Grantaire y Nöelle, a buscar con las manos la silla de Jehan, a escrutar las innumerables cabezas de la estampida en busca de la de Rose...

Alguien lo golpeó en plena espalda al pasar. Enjolras estuvo a punto de caer al suelo, desplomado por la brusquedad del impacto, pero entonces sintió que alguien le agarraba la ropa y lo arrastraba lejos, haciéndole tropezar con sus propios pies.

—¡Enjolras, corre! ¡Reacciona! —le llegó la voz alterada de Rose, y cuando encontró su rostro le pareció que mantenía admirablemente la compostura, si bien se adivinaba un deje de horror en su expresión—. ¡Corre, sigue corriendo, no pares!

Enjolras obedeció. A sus espaldas, el sonido de los disparos resonaba contra los edificios y el pavimento, arrancando gritos de dolor y lamentos que esperaba que no fueran mortales. El boulevard empezaba a infectarse con el desagradable humo de la pólvora, asfixiándolo, y las personas caían de vez en cuando a su alrededor; Enjolras habría querido detenerse a ayudarlas, pero sus pies solo podían seguir lo más rápido posible a los de Rose mientras su garganta se desgarraba llamando a sus amigos, a su amado, a su hija.

Rose no lo soltó en ningún momento, hasta que llegaron a un callejón adyacente y, entonces sí, lo empujó dentro. Enjolras perdió pie, pero mantuvo el equilibrio y se apoyó en una de las paredes, tratando de recuperar el aliento. La garganta le ardía cuando tragó saliva, su cabeza dando vueltas sin control. La angustia le impedía pronunciar palabra.

—Espera aquí.

Enjolras giró el rostro para mirar a Rose, siguiendo su voz, pero ella ya no estaba ahí: acababa de regresar a la calle como una exhalación, probablemente con la esperanza de salvar a alguien más del tiroteo. Porque eso era lo que estaba ocurriendo, ya no había ninguna duda. Aunque Enjolras no entendiera por qué, aunque la confusión del momento le hubiera impedido razonar, el aturdimiento que lo inmovilizaba cedía ahora poco a poco y devolvía cierto orden a sus pensamientos, cierto juicio.

Y una ira que, junto con la angustia, comenzaba a bullir violentamente en su pecho.

Un segundo después, con los brazos todavía temblando, corrió detrás de su amiga.

Más tarde no recordaría lo que había pasado exactamente. Cómo había perseguido a Rose de cuerpo en cuerpo por el boulevard y la había ayudado como podía a asistir los que aún respiraban, a sacar de ahí a los que aún se podían mover, a consolar a los que estaban ilesos pero se habían quedado paralizados por el miedo. Solo sabría que, de algún modo, Rose y él habían conseguido auxiliar a varias personas... y que, en el caso de otras, llegaron demasiado tarde: ninguno de los dos pudo pronunciar palabra cuando reconocieron los cuerpos de Jules, Jeanne y otros miembros del Musain entre los cadáveres perforados por las balas.

Rose lo arrastró con ella una segunda vez cuando no pudieron hacer nada más. Ambos bajaron el boulevard y vagaron tambaleantes por las calles adyacentes, tomándose del brazo mientras caminaban sin rumbo junto a otras personas que huían o buscaban a sus seres queridos con ojos tan frenéticos como los suyos.

No fue hasta que llegaron a la plaza de la Madeleine que oyeron una voz conocida chillar:

—¡Père! ¡Rose!

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora