Era bien sabido en Francia que Louis-Napoléon Bonaparte era un hombre ambicioso. Demasiado para su cargo, quizá.

Lo que muchos no habían pensado —o, al menos, no habían querido pensar— era que se atrevería a llegar tan lejos.

A lo largo de 1851, el presidente de la República realizó varias giras por las provincias de Francia, mostrándose al pueblo y exhibiendo sus supuestos logros como dirigente. Su objetivo, se murmuraba, era glorificar su imagen de cara a una posible reelección, pues llevaba cumplidos casi tres de sus cuatro años de mandato. La Constitución, no obstante, prohibía cualquier tentativa de reelección, ya que decretaba que el cargo de la presidencia debía renovarse sin falta cada cuatro años, sin importar los méritos del último exponente.

Bonaparte, como pronto se hizo manifiesto, no pensaba respetar esa cláusula. Durante aquel año, especialmente en los últimos meses, estuvo presionando a su gobierno y a la Asamblea Nacional, organismos con los que hacía tiempo que tenía tensiones, para convencerles de redactar una enmienda que permitiera la posibilidad de reelección en la próxima llamada a las urnas. La Asamblea no obedeció, y el indignado presidente, como todo hombre con demasiado egocentrismo y poder militar, decidió mover las fichas del tablero por su cuenta.

El 2 de diciembre de 1851, en el aniversario de la coronación del Emperador y su victoria en la afamada batalla de Austerlitz décadas atrás, Louis-Napoléon Bonaparte, su sucesor, dio un golpe de Estado.

Enjolras no olvidaría ese momento mientras viviera. Aunque lo cierto era que había vivido tantas transformaciones, tantos momentos que, lo sabía, serían considerados históricos algún día, que una parte de él no creía estar viviéndolos realmente. Su ánimo de lucha empezaba a mermar, saturado de emociones, contrariedades y desalientos.

Por eso, aquel día, cuando el presidente de la República desplegó sus fuerzas por París e hizo una grandilocuente proclamación al pueblo —inmediatamente distribuida desde todas las imprentas de la ciudad— prometiendo mentiras hipócritas como una democracia más amplia y el regreso del sufragio "universal", a Enjolras le pareció que aquello solo podía ser una broma, o un sueño. Sencillamente, no podía ser real.

El pueblo leyó el engañoso discurso y escuchó lo que el presidente tenía que decir. Escuchó, sobre todo, las palabras seductoras y la amenaza de los fusiles, temió el enorme poder que Bonaparte ostentaba a esas alturas. Tenía al Ministerio de Guerra de su parte y, aunque la Asamblea había tratado de recordar al Ejército que sus acciones debían respetar la Constitución por encima de cualquier otra autoridad, los altos cargos militares defendían su causa.

—Esto es una locura —gruñó Rose cuando terminó de leer la proclamación, de pie junto a Enjolras entre una multitud que se había reunido en torno a una de las imprentas. Enjolras había salido a la calle para trabajar, como cada día, y ella a atender a un paciente, pero ambos se habían visto atraídos por la creciente muchedumbre y habían acabado encontrándose ahí por casualidad. Enjolras la miró y le pareció que los ojos de su amiga estaban más despiertos de lo que los había visto en mucho tiempo, casi desde las Jornadas de Junio: la indignación brillaba en ellos—. Alguien tiene que hacer algo al respecto. No podemos seguir tolerando que este hombre haga cuanto le venga en gana.

Enjolras se sintió reaccionar. Las palabras de Rose acariciaron su mente, le susurraron cosquilleantes, le recordaron viejas promesas. Sus ojos también volvieron a abrirse.

—Tienes razón —se encontró diciendo—. No podemos permitir esto. Tenemos que actuar.

Rose lo miró muy seria unos segundos, como si le midiera con la vista.

Sonrió.

—Busca a Grantaire. Yo iré a por Nöelle.

Enjolras le sonrió de vuelta. Y, cuando lo hizo, algo volvió a latir con fuerza dentro de su pecho, algo meses dormido, opacado. Su corazón ansiaba la lucha.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora