Grantaire, tal y como había prometido, le contó a Enjolras todo lo que quería saber pronto.

Fue en una tarde de finales de febrero, cuando las temperaturas seguían siendo frías pero no lo suficiente, ahora, como para impedirles pasar algo de tiempo en el exterior. Ese día, mientras ambos dedicaban un rato a la lectura en la sala común de la casa, actividad que se habían acostumbrado a compartir como un pequeño espacio de tiempo en el que cada uno leía por su cuenta pero se hacían compañía el uno al otro, Grantaire dejó su libro de repente y giró la cabeza hacia la ventana, a través de la que contempló el paisaje durante unos minutos, meditabundo. Al cabo, de manera algo repentina, mas decidida al mismo tiempo, se dirigió a Enjolras y le propuso salir a dar un paseo juntos, propuesta ante la que Enjolras, como si adivinara de algún modo que tenía algo que contarle, o tal vez simplemente por buena voluntad, abandonó su propio libro y se levantó, accediendo al momento.

Una vez estuvieron en la calle, bien abrigados, tomaron un rumbo al azar y empezaron a caminar por la villa, sus pasos coordinándose a los pocos segundos mientras Grantaire —en cuanto dejaron atrás las zonas más concurridas y se alejaron por las afueras hacia la campiña circundante— comenzaba a hablar. Y, por primera vez en mucho tiempo, probablemente años, se dispuso a relatar una historia que solía preferir callar por resultarle especialmente desagradable: la suya propia. La historia de su familia.

Podría haber empezado hablando del estatus social de sus padres. De cómo su pertenencia a la baja burguesía había implicado que siempre, desde que él tenía memoria, hubieran estado obsesionados por ascender en la jerarquía social fuera como fuese, sin que en ese propósito tuviera cabida alguna la voluntad de sus hijos. De cómo, a causa de ello, su hermana y él habían sido sometidos desde muy jóvenes a unas expectativas que ninguno de los dos había deseado cumplir... No obstante, prefirió hablar primero de ella, antes que de ninguna otra cosa: de su querida amiga, de su adorada compañera de juegos, aspiraciones y confidencias; de su hermana mayor.

—¿Cómo se llama? —preguntó Enjolras, mirándolo con curiosidad y una especie de suavidad en el semblante que a Grantaire le recordó vagamente a la ternura, como si le agradara escucharlo referirse a ella con tanto cariño.

Grantaire, de hecho, no pudo reprimir una leve sonrisa al evocar su nombre después de tanto tiempo.

—Lina. De Adélina.

—Un bonito nombre.

—Merecedor de ella. —Suspiró—. Aunque ella no lo fuera de su suerte.

Continuó su relato hablando de la infancia de ambos. De cómo, desde siempre, Lina había estado junto a él y prácticamente lo había criado, enseñándole a leer y a escribir antes siquiera de que el tutor contratado por sus padres hubiera tratado de imponerle sus propios métodos, demasiado rígidos y estrictos para un niño como él. La tutela de su hermana había sido mucho más amable y paciente, celebrando sus pequeños progresos según los realizaba y alabando, con el tiempo, su don para la pluma. También fue ella quien, cuando Grantaire descubrió su amor por las artes plásticas, lo animó a cultivarlas todo lo que pudiera; fue ella quien elogió su inclinación natural por el baile, el timbre de su voz, su elocuencia innata y, al mismo tiempo, tan trabajada mediante la constante lectura de los clásicos, estudio que, con el paso de los años, le había permitido adquirir cierta erudición... Era ella, asimismo, quien solía consolarlo cuando otras disciplinas se le resistían y quien bromeaba con él sobre su falta de futuro por no saber realizar unas cuantas operaciones matemáticas, haciéndolo reír con sus augurios desmesurados. Y fue ella, ante todo, quien siempre lo defendió ante sus padres, ante esas rígidas figuras parentales que sí solían lamentarse con total seriedad del fracaso que su único hijo varón representaba para ellos.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora