—Exageras, Grantaire, como siempre.

—Disculpa que discrepe, mi buen Enjolras, pero no es así: diría, de hecho, que me quedo corto en mi referencia de los hechos, si me apuras...

—Permite que lo ponga en duda.

La risa ligera de Enjolras abrió paso a la de Grantaire, que rodó a su lado sobre el colchón con una insistencia obstinada pero alegre, como si no le importara que Enjolras le rebatiera constantemente las anécdotas acerca de su pasada vida social en París. Parecía, al contrario, más animado a reafirmarse en sus relatos cuantas más réplicas recibiera por su parte; pero, si Enjolras lo pensaba, ¿cuándo no había sido así? Grantaire adoraba contradecirle, se dijo con una serenidad antes afectuosa que resignada.

—Es cierto, lo juro; mas, dado que no logro inclinarte a creerme, tal vez prefieras una demostración...

—Ya la he tenido, gracias —repuso, reprimiendo una sonrisa mientras daba un ligero toque a su nariz—. Y no sé si me convence de que realmente hayas asistido a tan prestigiosos salones de baile como los que afirmas que frecuentabas en su día.

—Seré un don nadie, pero tengo mi encanto. —Grantaire afectó una floritura con una mano, a modo de reverencia—. Eso, mon cher, abre más puertas de las que te imaginas.

Enjolras sacudió la cabeza, ya sin poder evitar sonreír, mientras Grantaire celebraba lo que creía una victoria con su propia sonrisa socarrona. Se la había dirigido muchas veces en el pasado, cada vez que le había cuestionado, o a la inversa; pero esa mañana tenía una audacia peculiar. Ya no era una reivindicación, ni un desafío como tal: era un galanteo en toda regla. Una especie de cortejo locuaz al que él, como amante de las palabras, no se veía capaz de resistirse.

Parecía a veces que su relación se basara en eso mismo: en las palabras divergentes que intercambiaban, en las enrevesadas convergencias de sus caracteres, tan distintos y tan similares al mismo tiempo. Las dos caras de una misma moneda, estampada por una prensa que debía de tener un especial sentido del humor al unir de esa manera sus destinos.

A Enjolras no podía alegrarle más que hubiera sido así.

—Eso sí me lo creo. De modo que ¿te verías capaz de enseñar tu arte a otras personas?

—En ello confío, sí.

—¿Incluso a mí?

—Desde luego. Contigo, de hecho —la agudeza de su sonrisa se acentuó—, creo que sería un instructor especialmente dedicado...

Enjolras puso los ojos en blanco, ahogando una nueva carcajada. Se sentía de muy buen humor. Su ánimo había sido bueno en general durante los últimos días, desde que estaban ahí; pero esa mañana, tras haber despertado junto a Grantaire como nunca antes, enredado en sus brazos y sus piernas como si ambos conformaran un solo cuerpo, sus pieles confundidas entre las mantas, sentía el espíritu liviano, más sosegado que nunca. Como si se hallara por encima de cualquier cosa que hubiera podido inquietarle.

Al abrir él primero los ojos esa mañana, envuelto todavía en la modorra del sueño profundo, no se había sorprendido de encontrarlos en ese estado. En cambio, con una sonrisa lenta, se había girado en brazos de Grantaire —que aún dormía— y había esperado pacientemente, tendido frente a él sobre el colchón, a que despertara, sus dedos jugando con los pequeños rizos oscuros que se le formaban a los lados del rostro. Había escuchado, mientras tanto, el ritmo suave de su respiración, la cadencia de la vida que latía profundamente en su interior, y le había parecido un milagro. No se le ocurría otra manera de explicar la piedad honda que le inspiraba, la devoción que le hacía sentir el corazón en la boca mientras lo contemplaba en silencio, ansiando el momento en el que abriera los ojos y volviera a él, y lo reconociera, y le hablara, y le sonriera.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora