Era el año de 1859. El emperador Napoléon III planeaba un giro para su gobierno, uno que de su carácter hasta entonces autoritario lo convirtiera, poco a poco, en un modelo más liberal, ajustándose a la modernidad de los tiempos. Para ello, y como prueba de su buena voluntad, había decidido declarar una medida especial: la amnistía plena de los exiliados políticos del país.

Según la nueva ley, los exiliados, hombres y mujeres de toda condición que hubieran abandonado Francia por temor a las represalias años atrás, eran ahora libres de regresar a su patria. También lo eran, en teoría, de expresar sus ideales abiertamente; en la práctica, por supuesto, la oposición seguía siendo silenciada, por medio de la prensa antes que de las detenciones masivas, pero de maneras tan diversas como tajantes.

Aquella era una buena noticia, a pesar de todo. Y, cuando la población francesa exiliada en Inglaterra la recibió, Enjolras y Grantaire, junto con el resto de su familia, tuvieron que tomar una decisión.

Enjolras —con sus cincuenta y tres años a cuestas, el cabello rubio entrelazado de blanco y la frente ligeramente arrugada, pero con la mirada firme de quien no ha perdido su rumbo— no dudó un instante.

—No puedo abandonar a mi querida —repuso, con una sonrisa que llenaba su rostro de una luz burlona y celestial. Como un ángel que regresa al campo de batalla—. No sería considerado por mi parte.

Grantaire —con cincuenta y cuatro años y una salud decadente, pero cuyas arrugas en las comisuras de los ojos y la boca probaban que jamás había perdido su buen humor— dejó escapar una risotada.

—Tú siempre tan caballeroso, mi buen Enjolras. Y, por no quedarme atrás, por supuesto, deberé acompañarte en tan honorable cometido.

Enjolras se acercó a él. Tomó su mano, áspera, familiar, constante, y se la llevó a los labios.

—No esperaba menos, mi buen Grantaire.

Y, sin más dilación, comenzaron a hacer el equipaje.





Hay quienes dicen que la patria es una allá donde se vaya, se haga lo que se haga, y que el regreso a su seno es un abrazo cálido de paisajes, aromas y sensaciones largamente añorados.

Para Enjolras y Grantaire, eso era cierto. Tanto como que en el momento en el que desembarcaron en la costa francesa, después de nueve años de ausencia y anhelos suspirados al mar; en el momento en el que retomaron los caminos a través de los campos y las viñas; en el momento en el que la vieja capital asomó su efigie clara e imperecedera en el horizonte de su viaje... ambos se sintieron inmediatamente en casa, sin importar el paso del tiempo.

No mucho después, lo estuvieron de manera más literal. Y su viejo apartamento les dio la bienvenida como si nunca se hubieran marchado.

—Vale... Creo que esto es todo —suspiró Enjolras, pasándose un brazo por la frente. Acababa de pasar la última hora subiendo cajas de mudanza desde la calle, donde les había dejado el carruaje, y sentía los brazos tensos y resentidos. Con los años, ese tipo de tareas, que tan fácilmente había desempeñado antaño, se le hacían cada vez más y más pesadas—. Esta era la última, ¿verdad?

Grantaire, sentado en el salón con Klaus dormitando a sus pies —el pequeño, ya entrado en años como sus dueños, había acabado agotado y un poco mareado después del largo viaje—, se encogió de hombros. A petición de Enjolras, aunque muy a su despecho, había permanecido ahí mientras él terminaba de subir las últimas cosas y las colocaba dentro del piso, limitándose a observarlo y a suspirar de vez en cuando. Habían empezado a hacer aquello juntos, pero a Grantaire le había protestado la espalda tras las primeras cinco cajas y Enjolras le había mandado sentarse, inflexible cuando Grantaire pasó los siguientes diez minutos quejándose de que no le permitiera ayudar. A ambos, con más o menos resignación, la escena les resultaba vagamente familiar, de otra mudanza tantos años atrás que el recuerdo encendía una sonrisa en la estricta preocupación de Enjolras.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora