Enjolras y Grantaire habían visto muchos animales a lo largo de sus vidas. No era de extrañar, sobre todo teniendo en cuenta el carácter errante de sus aventuras, que los habían llevado por toda Francia y ahora, dadas las circunstancias, a suelo extranjero. Habituados a los ambientes rurales, habían conocido caballos, vacas, gallinas, cerdos —Bonaparte no contaba, aunque solo por no insultar a los pobres porcinos—, bueyes, pájaros, zorros, comadrejas... Incluso habían tenido algún que otro problema con criaturas salvajes, episodios demasiado puntuales como para ser reseñables. Y, por supuesto, habían sido testigos innumerables veces del abandono en las calles de París, perros, gatos y ratas que asomaban desde las alcantarillas y roían la madera en las estructuras de las casas...

No obstante, y si bien alguna vez —aunque las menos— se habían implicado en actividades de recogida en su asociación, aquella era la primera vez que se hacían cargo por cuenta propia de un animal. La perspectiva, como no podía ser de otro modo, les ilusionaba y asustaba a la vez.

Cuando se lo contaron a su familia, Léon fue el primero en felicitarles por su decisión.

—Cuidar de un animal tiene efectos terapéuticos —explicó en su siguiente visita junto a Anne-Marie y Rose, que se turnaba con Pauline y los nietos del matrimonio para asistirles cada vez que salían—. Al igual que las personas se encargan de su bienestar, los animales velan por el bienestar de sus dueños, especialmente los perros.

—Desde luego, desde luego —se mostró de acuerdo Anne-Marie, si bien parecía bastante reticente a tocar al animal, que correteaba libremente por la casa. Enjolras no podía culparla: aunque Grantaire y él le habían dado un contundente baño nada más llevarlo a su hogar (baño que había acabado con los tres empapados y salpicados de espuma) y habían seguido los consejos de Léon y Rose para comprobar su estado de salud, no sabían dónde había podido meterse o qué enfermedades era susceptible de transmitir su pequeño cuerpecito callejero—. Es... realmente encantador.

Rose, que había estado acariciando al animal y rascándole tras las orejas sin ningún reparo, asintió con un entusiasmo inusual en ella, o al menos en los últimos tiempos.

—Claro que lo es, sí, sí, sí... Y muy buen chico, claro que sí, ¿a que lo eres? Sí señor, sí que lo eres... —Debió de darse cuenta de que se la habían quedado mirando, pues carraspeó, el rostro arrebolado—. Ya veréis, este pequeñín os va a traer más de una alegría: es muy dócil y parece sano. Aunque una pregunta —y enarcó una ceja con esa expresión que auguraba que se disponía a juzgarles—, ¿por qué "Klaus"?

Grantaire esbozó una sonrisa sapiente, Enjolras suspiró.

—No se llamará así...

—Pues verás, querida Rose, lo cierto es que esa es una muy buena pregunta; dime, ¿a qué te recuerda "Klaus"?

—Grantaire.

—¿A mí? No sé, um... ¿a la Navidad?

—¡Exacto! La Nöelle, ¿verdad?, como nuestra pequeña. Y este bichejo encantador va a ser algo así como su hermano pequeño, de modo que...

—No se llamará Klaus, Grantaire, ya lo hemos hablado —protestó Enjolras, pero Grantaire alzó las manos tras la cabeza con despreocupación.

—Oh, no, no, mi buen Enjolras, no hemos hablado nada que me haya hecho retractarme de esto, y menos cuando tu idea inicial era llamarlo Danton...

Enjolras enrojeció ante las miradas que le dirigieron todos.

—Es un buen nombre.

—Odio estar de acuerdo con él —intervino Rose, con los brazos cruzados y un enorme suspiro—, pero no, no lo es. ¿Qué clase de nombre para un perro es ese, vamos a ver? Solo te ha faltado llamarlo "Francia" o...

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora