El sonido del mar envolvía ese momento como si fuera música, mansa y grata a los oídos. Todo estaba en paz, en una calma tan natural como extraordinaria, deliciosa... Enjolras podía sentir la brisa marina removiendo sus cabellos, el contacto de la arena en su piel, y pensaba silenciosamente que no había en el mundo una fortuna mayor que la suya, que no era tal vez siquiera posible que la hubiera.

En momentos como ese, de suma serenidad, incluso él se sentía capaz de olvidar quién era y adónde se dirigía, abandonándose al sosiego del océano y sus maravillas. Descansaba reposado en la lona que Grantaire y él habían dejado extendida sobre la arena, a la que los dos habían regresado casi trastabillándose tras salir del agua con la ropa y los cabellos mojados y sendas sonrisas de alborozo en el rostro. La arena se había pegado a sus extremidades mientras, tendidos juntos, contemplaban el cielo, sumidos en un silencio apacible que había acabado incluso por inducirles al sueño, al que se habían rendido sin preocuparse ni por un instante de tener que regresar a su alojamiento.

No fue, de hecho, hasta que sintió la frescura del agua en sus propios pies, salpicando sus dedos, que Enjolras abrió los ojos, parpadeando para acostumbrarse al resplandor azulado que la luz del sol había impreso tras sus párpados. Gruñó suavemente y giró con lentitud sobre sí mismo, rotando sobre un costado y extendiendo un brazo hacia el de Grantaire, que este había dejado tendido sobre la lona por encima de su cabeza.

—Grantaire —llamó, su voz algo amodorrada.

Grantaire, que tenía los ojos cerrados y la respiración pausada, no reaccionó. Enjolras comenzó a acariciar su brazo.

—Ha subido la marea —susurró, jugando con el vello de su antebrazo, pasando los dedos por él rítmicamente, como la corriente de las olas—. Debemos irnos.

Grantaire profirió también un gruñido suave, casi ronco. Aprobaba sus palabras, Enjolras lo supo por la manera en la que hizo amago de moverse; si bien, finalmente, pareció desistir en el intento y permaneció inmóvil, sus párpados aún cerrados, su semblante en calma.

Enjolras se incorporó un poco más para inclinarse sobre él. Algo de arena cayó de su cuerpo con el movimiento, desprendiéndose de su cabello y su espalda, mientras acercaba su rostro al suyo. Posó los labios sobre su ceño, y Grantaire arrugó un poco la nariz, sorprendido por el contacto, antes de que las comisuras de su boca se curvaran hacia arriba.

—Despierta —siguió susurrando Enjolras, su voz carente del tono imperativo que hubiera podido denotar normalmente. Un hondo sentimiento se apoderaba de él mientras contemplaba el rostro reposado de Grantaire, mientras recorría con los ojos sus facciones y percibía, sin esfuerzo alguno, cada pequeño cambio en las mismas; algo cálido, algo blando...

Era ternura. Una ternura que lo llenaba por dentro y arropaba su corazón como nunca antes lo había hecho, arrancándole una sonrisa tan paciente como involuntaria.

Se inclinó de nuevo sobre él, imprimiendo, esta vez, un beso dulce sobre su frente.

—Mon amour... despierta.

Se apartó despacio, buscando su mirada, y sonrió levemente cuando vio los ojos de Grantaire ahora abiertos y fijos en él. Había entreabierto la boca, con una estupefacción que iluminaba sus facciones: su semblante era una pintura de gozo y de desconcierto por igual.

—Me has —comenzó, tan quedo que pareció un suspiro. Una sonrisa cada vez más segura, más amplia, empezaba a dibujarse en su boca incrédula—. Me has llamado...

—Mon amour —repitió Enjolras, la calidez de su voz afirmando lo pronunciado tanto o más que las propias palabras. Imprimió un nuevo beso sobre la nariz de Grantaire, sobre sus pómulos, a los lados de sus ojos, siempre susurrando—: Mon amour... Mon amour... Mi amado, mi gracia. Mi todo.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora