Grantaire estaba consiguiendo adaptarse sorprendentemente bien a su nueva vida en el extranjero. O, al menos, eso se decía a sí mismo para obviar el hecho de que estaba condenado a pasar un tiempo indeterminado en suelo inglés.
Lo cierto era que, siendo él tan poco patriótico como siempre se había considerado, no había esperado echar tanto de menos su país. No se había dado cuenta de lo que podía añorar las snoberías de París, la humedad gris del Sena, el paisaje de la campiña, el azul cobalto del mar. Cualquiera de esas cosas las podía encontrar, o al menos parecidas, donde estaba ahora, como le habría señalado Rose con burla si Grantaire hubiera sido lo suficientemente imprudente como para quejarse en voz alta, pero para él no era del todo cierto. No: después de todo, no había nada como la patria. Creía que por fin entendía la vehemencia con la que Enjolras siempre había enunciado cosas por el estilo.
A pesar de la nostalgia de las gentes y los paisajes conocidos, Grantaire creía estar empezando a acostumbrarse a ese lugar. Echaba de menos a su pequeña, a su sobrino y a su hermana, entre otras personas que se habían quedado en París, pero seguía haciendo sus negocios y le parecía, incluso, que empezaba a entender bastante bien el inglés. Siempre se le habían dado bien los idiomas, pero se manejaba mejor con las lenguas muertas, las que podía encontrar en sus amados clásicos grecolatinos; no había tenido demasiadas oportunidades, en cambio, de poner en práctica sus conocimientos sobre lenguas modernas. El inglés no le gustaba —le parecía demasiado complejo de pronunciar, acostumbrado a la fonética gutural y regular del francés, y odiaba lo rimbombante que sonaba a veces—, pero comenzaba a manejarse con él y disfrutaba de impresionar a sus amigos con su cada vez más fluida conversación. Jehan había estado aprendiendo desde hacía unos años, pues deseaba expandir sus horizontes literarios más allá de los cuatro poetas que siempre había leído en su juventud, y se le unía en esas demostraciones, optando la mayor parte de las veces por la declamación trágica de unos versos que había empezado a componer a medio camino entre el nuevo idioma y el francés.
De unos y otros modos, en fin, Grantaire conseguía entretenerse en el tedio de su situación y encontrar cierto interés en su nueva vida, al igual que la mayoría de su familia, que se había entregado con sorprendente optimismo a la experiencia.
Pero Enjolras, por supuesto, era otra historia.
Había algo en él esos días, Grantaire no sabía qué, que le recordaba dolorosamente a sí mismo. Día sí, día también, Grantaire lo observaba moverse por la casa —lento pero incansable, como si tuviera algo que hacer pero no supiera el qué— y lo veía desganado, como una máquina que funcionaba por inercia, pero sin voluntad ni brillo alguno en los ojos. Grantaire lo observaba y, como un recuerdo recurrente y desagradable, pensaba en su propio pasado: le parecía como si una parte de su antigua melancolía, esa que lo había atormentado durante años cuando era joven, hubiera encontrado un nuevo huésped en Enjolras, en esa ahora frágil víctima de la ignorancia ajena.
Grantaire lo sentía en su vida diaria con él. Desde que habían dejado Francia —o desde que habían dejado París, en realidad—, Enjolras no sonreía. No hablaba en alto, no sacaba temas de conversación; no hablaba casi, en verdad, a menos que se le animara mucho a ello. Tampoco hacía alusiones humorísticas, por descontado, ni decía nada acerca de sus perspectivas de futuro. Era como si no estuviera realmente ahí, como si se hubiera convertido en un fantasma de sí mismo. Algunos días, Grantaire lo miraba en silencio y se preguntaba cuánto tardaría en atravesarlo si trataba de tocarlo.
Grantaire sabía bien lo que era hundirse en la melancolía. Hacía años que era capaz de esquivarla, que su vitalidad se imponía por encima de cualquier impulso que hubiera tenido en el pasado, incluido el de beber de manera obsesiva; pero jamás había olvidado esa sensación. La incertidumbre resignada, la caída continua, el peso inmutable dentro del pecho, la incesante y ponzoñosa necesidad de embotar la mente en la embriaguez... Había ciertas cosas que permanecían vivas, latentes en el recuerdo del cuerpo, sin importar cuántos años pasasen.

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"Amor, tuyo es el porvenir"
FanfictionParís, Francia, 6 de junio de 1832. Tras el fracaso de la insurrección popular en las barricadas, ante un pelotón de fusilamiento dispuesto a acabar con su vida, Enjolras enfrenta la muerte con dignidad, sabiendo que los Amis de l'ABC han luchado ha...