Al día siguiente, en efecto, fue un poco más fácil. Y un poco más el siguiente. Y el siguiente.
La estancia de Enjolras y Grantaire en la población había comenzado de una manera indudablemente chocante y dramática, pero también dichosa, esperanzadora. El contraste entre esos sentimientos se reflejó en que a partir del día siguiente a su llegada, día sí y día también, ninguno de los dos se separó de sus amigos para nada que no fuera absolutamente necesario, atendiendo sus actividades profesionales como de costumbre, pero dedicando todo su tiempo libre a charlar, pasear o jugar a las cartas o al dominó con ellos.
En las horas de comer y al final del día, todos —Léon, Anne-Marie, Rose, Jehan y Antoine, a quien el poeta les había presentado no como un criado, sino como un amigo en quien confiaba plenamente— se reunían en la cantina o la sala común de la posada y conversaban durante largas horas, casi hasta que no tenían mucho más que decirse. Recuperaban así, en cierto modo, el tiempo perdido por culpa de las distancias, de la ignorancia y de la muerte que por fortuna no había sido tal, una muerte que ahora a unos y otros, a pesar de que la habían tenido por certeza durante mucho tiempo, les parecía completamente inimaginable.
Pudieron contarse durante esas conversaciones muchos más detalles sobre sus vidas hasta entonces, más de los que les había dado tiempo a compartir el primer día, y Enjolras y Grantaire, felices de escuchar a sus amigos, en especial a Jehan, disfrutaron enormemente de esas charlas y de la oportunidad que les brindaba de relatar todo cuanto habían vivido juntos en esos dos años... si bien hubo una cosa, un pequeño detalle, que olvidaron —más bien, no supieron— comunicar a su amigo poeta, y que los demás, quizá por respeto, quizá por casualidad, tampoco sacaron a relucir.
Una tarde, Enjolras regresó a la posada al terminar su jornada de trabajo y se encontró en la sala común —vacía en las horas previas al crepúsculo, cuando la vida en las calles era aún activa y los huéspedes raramente la frecuentaban— con Grantaire, que bordaba tranquilamente en una de las mesas. Lo saludó en voz alta, llamando su atención, y Grantaire alzó los ojos de su trabajo para darle la bienvenida con su usual afabilidad.
—¿Qué tal tu día? —preguntó al tiempo que se acercaba.
—Bien, ordinario. ¿El tuyo?
—Bueno, nada fuera de lo común. —Dio alguna puntada más mientras Enjolras llegaba junto a la mesa y se apoyaba en ella, observando su obra. Luego se giró y se la mostró directamente para que la viera mejor—. ¿Te gusta?
Enjolras contempló despacio el patrón del hilo sobre la tela, la unión de colores que perfilaba una figura alada de mirada benigna, cabello rubio y manos cuidadosas sobre un orbe azul y verde.
—Es precioso. Creo que ya dominas el reflejo de la luz en los colores que tanto te preocupaba. —Lo miró a él—. ¿Qué representa?
Grantaire, que había esbozado una sonrisa de satisfacción ante su respuesta —y ante la atención que Enjolras siempre se esforzaba por dedicarle, aunque las cuestiones artísticas no fueran lo suyo—, dotó a su gesto de un toque de suficiencia.
—Pretende ser uno de los arcángeles tomando el mundo y juzgándolo con su benevolencia —elaboró, casi citando las palabras exactas del encargo—. No obstante, sabes que siento un apego especial por el arcángel Michel, y que el arcángel Michel me recuerda a alguien... A mi propio ángel en la tierra, sin ir más lejos.
Enjolras enarcó una ceja.
—¿Tu ángel?
—Vamos, seguro que ya adivinas a quién me refiero. —La sonrisa de Grantaire adquirió un deje insinuante, sus cejas bailando en su frente al tiempo que Enjolras dejaba escapar un resoplido de incredulidad—. Creo que es comprensible, ¿no te parece?

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"Amor, tuyo es el porvenir"
FanfictionParís, Francia, 6 de junio de 1832. Tras el fracaso de la insurrección popular en las barricadas, ante un pelotón de fusilamiento dispuesto a acabar con su vida, Enjolras enfrenta la muerte con dignidad, sabiendo que los Amis de l'ABC han luchado ha...