Las señales de que el mundo estaba a punto de cambiar eran cada día más evidentes.

La chispa se prendía y comenzaba a correr por el reguero de pólvora de los caminos nacionales, de población en población, de un extremo a otro del país. Sus primeros estallidos no eran excesivamente llamativos: un levantamiento campesino en Buzançais a comienzos de año, una huelga obrera en Roubaix, varios casos de otras poblaciones en las que la inquietud nerviosa del momento parecía lista para hervir, para estallar cuando la presión subiera lo suficiente... No eran nada excesivamente llamativo, no de momento; pero estaba claro que aquellas muestras de protesta eran solo el comienzo de algo. De algo más que estaba por venir.

Algo que, fuera lo que fuese, llegaría pronto.

El reinado cada vez más negligente de Louis-Philippe no hacía sino agravar la situación. En el gobierno, varios escándalos de corrupción, sumados a la mano cada vez más dura de la ley sobre las libertades individuales, enturbiaban el relativo prestigio del que había gozado el régimen hasta entonces, la confianza que una buena parte de la población le había concedido durante los últimos años. La crisis nacida en 1846, además, no mejoraba, sino que el precio del trigo seguía siendo demasiado alto, la precariedad del campo, demasiado grave, y las emigraciones a las ciudades y núcleos industriales, demasiado numerosas, para inicial beneficio de las fábricas, que ante el incremento de su mano de obra empobrecían las condiciones de trabajo de quienes empleaban. Las huelgas, por tanto, se habían convertido en la orden del día, más de lo que lo habían sido nunca hasta entonces, y las autoridades se esforzaban cada vez más por contenerlas, habiendo descubierto que no eran un fuego que se pudiera apagar fácilmente si se dejaba arder a voluntad.

Enjolras recibía aún, de vez en cuando, cartas de Dominique y Francis, sus antiguos colegas de industria en los Pirineos, cuya fábrica era una de las pocas del país en la que las huelgas llegaban a acuerdos pacíficos, quizás por la base temprana que habían tenido años atrás en materia reivindicativa, quizás por mera suerte. En cualquier caso, a través de ellos y de otros contactos Enjolras se enteraba con buen nivel de detalle de los conflictos en las poblaciones del territorio francés, ya que sus conocidos eran en muchas ocasiones fuentes más fiables que la propia prensa, en la que la censura volvía a entorpecer la libre circulación de las noticias acerca de lo que ocurría fuera de la capital.

La situación general era tensa. Pero, aunque todo ello indignaba a medio París, también suponía una buena noticia para los círculos republicanos: significaba que el régimen iba mal, que no las tenía todas consigo, que era débil. Que tenía miedo.

Por eso, hacia finales del año 1847, mientras el otoño avanzaba y traía nuevamente el frío del invierno próximo a la ciudad, las asociaciones de ciudadanos libres bullían de optimismo, viendo cada vez más cercano el día en el que todas esas energías estallarían por fin y traerían consigo el ansiado cambio que esperaban. Algunos días, esa expectación implosionaba en protestas a menor escala, pequeñas detonaciones que eran finalmente contenidas por las autoridades, pero nunca lo suficiente como para que dejaran de darse una y otra vez, casi de semana en semana, en unos u otros distritos. Los ánimos pedían lucha y ni siquiera la progresiva bajada de las temperaturas amainaba su apasionado vigor.

Las detenciones, eso sí, habían ido aumentando durante los últimos tiempos y la policía, que se esforzaba como nunca por destapar los núcleos de insurgentes que pudiera encontrar, resultaba considerablemente más feroz que antes. Los grupos republicanos llevaban años esquivando las consecuencias de desafiar la ley que prohibía la libre asociación, mas ahora les resultaba especialmente arduo hacerlo, y rara era la vez en la que una reunión suya no acababa destapada por la persecución de aquellos insaciables perros del Estado.

Sin embargo, al mismo tiempo que cada día requería de más prudencia para protegerse de esos peligros, cada día la esperanza se volvía más y más fuerte también. El Musain, entre otros lugares, mantenía sus reuniones clandestinas y, si bien no todos sus asistentes habituales acudían ahora a ellas semanalmente, por precaución, quienes lo hacían solían llevar noticias cada vez más incitantes, ánimos cada vez más encendidos, ideas cada vez más elaboradas sobre lo que se necesitaría para una nueva insurrección cuando tuviera lugar. Y al mapa de la República en la pared lo acompañaban ahora otros tantos, más actualizados, donde las personas de la asociación iban marcando los distintos puntos del país en los que se producían levantamientos.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora