Cierre

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Días después, al rayar el alba en la villa, dos hombres ataviados con prendas de viaje terminaban de recoger sus últimas pertenencias de una de las casas situadas en las afueras, vaciada casi por completo durante las últimas jornadas. Solo los muebles que no habían logrado vender y la estructura permanecían en su sitio, pues de todo lo demás —enseres, herramientas y materiales— habían hecho una cuidadosa selección para llevarse consigo cuanto pudieran cargar y, sobre todo, cuanto pudiera serles útil. Su equipaje resultante era, sin embargo, bastante ligero, dado que una buena parte del conjunto había sido rechazado en esa misma selección y, en consecuencia, repartido entre sus amigos y vecinos; una acción que, frente a la pesadumbre de la partida, les hizo sentir que al menos dejaban una parte de ellos en la población antes de marcharse.

Cuando el sol hubo terminado de asomar en el horizonte, todo estaba ya dispuesto. Entonces uno de los hombres se giró hacia el otro, que contemplaba la fachada de la casa con silenciosa tristeza, y se acercó para situarse a su lado.

—Es hora de irnos —susurró.

El otro asintió. Tras unos segundos más, dio la espalda al hueco edificio y cruzó el modesto jardín delantero para dirigirse al carro estacionado frente al mismo, en el que un conocido de ambos los esperaba para llevarlos un trecho del camino, como se había ofrecido a hacer al enterarse de su marcha. Mientras hablaba con él algunas cuestiones acerca del trayecto, el primer hombre lo siguió, no sin antes echar un último vistazo apenado al que había sido su hogar durante tanto tiempo.

Tras reiterar su agradecimiento al conductor, los dos hombres instalaron sus equipajes en el carro y se dispusieron a subir también, listos para partir. Sin embargo, algo les distrajo momentáneamente de hacerlo, y se giraron con extrañeza hacia el sonido lejano de unas voces que los llamaban.

Por el camino que conectaba las afueras con el resto de la villa se acercaba un grupo de personas. Los dos hombres se sorprendieron visiblemente al reconocer en ellas a sus amigos y amigas, a los vecinos del lugar que, según toda apariencia, habían acudido ahí bien temprano en la mañana para despedirles.

Los dos se acercaron, emocionados, y los recibieron con sonrisas de simpatía y de gratitud, intercambiando con toda persona presente palabras de amistad, promesas de cartearse en el futuro —algunas se disculparon por no saber leer ni escribir, pero aseguraron que se ayudarían entre sí para mantener el contacto— y gestos cordiales: apretones de manos, palmadas en la espalda, abrazos de despedida. Para cuando la hora de la separación se hizo ya ineludible, muchas, incluidos ellos dos, mostraban lágrimas en los ojos, mas se animaron a creer en que volverían a verse algún día, más pronto que tarde. Y con esta esperanza, si bien no cesaron todos los llantos, se consolaron los corazones.

Su buena amiga Eugénie hizo entonces el honor de entregarles, en representación del grupo, un pequeño regalo de despedida: se trataba de una pequeña bolsa en la que tintineaba una modesta pero notable suma de dinero, cantidad que, como les explicaron, habían reunido entre todos en agradecimiento a su ayuda durante aquellos meses de convivencia y en deferencia a su sincera amistad. Les había parecido algo más útil para su viaje y su futuro que cualquier otra cosa que hubieran podido pensar, y los dos hombres, aunque trataron inútilmente de protestar al principio, acabaron aceptándola con profunda gratitud. Después, cuando algunas de las niñas y niños que habían acudido les obsequiaron con unas flores silvestres, sus pechos se llenaron de calidez; les preguntaron si se las colocarían en los cabellos, y los pequeños así lo hicieron, recibiendo también sus gracias y tiernos gestos de cariño en respuesta.

Tras aquellos últimos obsequios, que duraron unos minutos, la partida no podía posponerse más. Los dos hombres terminaron entonces de decir adiós a todos y subieron por fin al carro, desde el que, cuando comenzó a moverse, respondieron a los gestos y coros de despedida del grupo con los suyos propios, además de sonrisas de temprana añoranza dirigidas tanto a sus conocidos como a la casa que abandonaban.

Más tarde, cuando las personas, las casas y, en fin, la villa quedaron atrás y el paisaje alrededor del camino se transformó en uno de foresta y campo, los dos hombres se apoyaron juntos en su asiento, suspirando. Sin necesidad de intercambiar palabra alguna, sus manos se buscaron y se encontraron sobre sus regazos, y sus dedos se unieron con el intento de consuelo de quienes dejan atrás todo cuanto conocen, y no por primera vez. Pero, al mismo tiempo, con la certeza de que seguirían teniéndose el uno al otro de ahí en adelante.

La luz del nuevo día bañó entonces sus rostros orientados hacia el camino que dejaban atrás, desconocedora, como ellos, de lo que les esperaba en el futuro; mas iluminando para sus ojos el mundo que ahora tenían la oportunidad de seguir descubriendo.

Un mundo que, sin importar las dificultades y penurias que pudiera mostrarles, ambos sabían que merecía la pena conocer.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora