Cierre

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El carruaje avanzaba pesadamente por los caminos, lento y traqueteante. El viaje estaba siendo tortuoso, como un trámite desagradable cuyo fin no se divisaba, pero la peor parte, por lo menos, ya había pasado. Salir de la capital había sido complicado: los tumultos de los últimos días la habían blindado de controles, una fortaleza asfixiante de injusticia y hostigamiento. Pero, por suerte, aquello ya había quedado atrás; todo había quedado atrás.

Abandonar París por segunda vez era, seguramente, lo más difícil que habían tenido que hacer nunca. Tal vez más que la primera. No obstante, hacía tiempo que se murmuraba que la capital ya no era un lugar seguro para todos, y sabían que eso, más que nunca, les incluía a ellos y a muchas de las personas a las que querían.

Grantaire había comenzado a oír esa información en forma de rumores, de susurros que se transmitían casi en secreto durante esos días oscuros en los que el cambio político había vuelto a poblar las calles de dudas e incertidumbre. Nadie sabía muy bien qué esperar del golpe de Estado y parecía que todo, de algún modo, se suspendía en la tensión de la inquietud, de la espera; de ese silencio por parte de las autoridades que podía romperse en cualquier momento, pero nadie sabía cómo.

Grantaire, que había oído hablar de la huida de los antiguos diputados republicanos fuera del país nada más terminar las revueltas, sospechó cómo sería. Y supo que no eran buenas noticias.

Los acontecimientos le dieron la razón cuando, semanas más tarde, el nuevo jefe absoluto del Estado anunció la persecución de toda persona vinculada a los partidos republicanos. Se perseguía, en realidad, a cualquiera que fuera sospechoso o sospechosa de posicionarse en contra del régimen, de poder formar cualquier clase de oposición política. Por eso, Grantaire, que para su bien y su mal sabía prever los infortunios de la vida, se dispuso inmediatamente a tomar medidas para proteger a los suyos.

Lo más difícil, no obstante, no había sido llegar a esa conclusión. Lo más difícil había sido compartir ese pensamiento con ellos, con las personas que esos días, tras los recientes sucesos, se hallaban tan paralizadas por el estupor y el miedo que no eran capaces de reaccionar, aleladas por el fracaso.

Y entre ellas, por supuesto, Enjolras era quien estaba peor.

—No podemos seguir viviendo en esta casa. Tenemos que irnos lo antes posible —le dijo Grantaire una tarde, cuando se dio cuenta de que no podían seguir evitando aquel tema. De que no podrían seguir ignorando lo que estaba ocurriendo a su alrededor, las continuas detenciones, la represión inconstitucional, mucho más tiempo—. Tenemos que abandonar París y rehacer nuestras vidas fuera... un tiempo. No sé cuánto. —Buscó sus ojos a través de las tinieblas de los suyos, con profunda pena—. ¿Caminarás conmigo?

Enjolras apenas había alzado la mirada. Hacía días que no lo hacía, que no lo miraba, como si se estuviese castigando. Grantaire sabía que había sido así desde el golpe de Estado, desde que habían perdido a Gabriel frente a la patrulla del Ejército que había estado a punto de matarlos. Grantaire seguía dando gracias a un cielo en el que no creía por que el muchacho hubiera sido detenido, en vez de fusilado; sabía que se había resistido como un valiente antes de ser neutralizado, y que solo por haber quedado inconsciente y que un soldado que lo conocía de la universidad hubiera intervenido en su favor había salvado el pellejo. Se sentía orgulloso de él y admiraba su arrojo, pero jamás se habría perdonado a sí mismo que las cosas hubieran acabado de otra manera. Jamás se habría perdonado que Gabriel muriera en su lugar. Jamás habría podido mirar a su hermana a la cara de nuevo...

Sabía que Enjolras se sentía igual. Si no peor.

Y, a pesar de todo, Fantine-Éponine se había salvado gracias a eso. Al valor de Gabriel, a su sacrificio. Rose y ellos, sin ir más lejos, se habían salvado gracias a su sacrificio. Que Gabriel hubiera tomado la decisión de regresar después de poner a salvo a Nöelle —cómo había conseguido que la joven no lo siguiera, Grantaire no lo sabía— y exponerse a sí mismo para darles una oportunidad hablaba mucho de su temeridad, pero también de su buen corazón. Musichetta, que era la única que había conseguido verlo en prisión justo antes de que se prohibieran las visitas, dijo que su única justificación había sido "la libertad de actuar de acuerdo a sus ideales", pero todos sabían que eso no le ayudaría en el juicio, que, se celebrara cuando se celebrase, probablemente sería parcial e injusto.

Adélina estaba inconsolable. Se había refugiado en Nöelle, Musichetta y Rose, que siguió cuidando de Fantine-Éponine durante días a pesar de que esta, que no había tardado en recuperar la consciencia después de regresar a su hogar, decía sentirse mucho mejor. Cualquiera lo habría dicho de su expresión lúgubre, que solo parecía mejorar cuando Nöelle la visitaba y sostenía su mano en silencio, su mirada perdida en un punto demasiado lejano para encontrarlo. Ninguna escuchaba ya las imprecaciones de Cosette y Marius sobre lo imprudentes que habían sido.

Y mientras todo aquello ocurría, habían tenido que marcharse. Nöelle se había negado a acompañarlos, y Grantaire no había podido hacer nada para convencerla, como tampoco a Adélina; al final, se había resignado a la idea de que se cuidaran la una a la otra, aunque eso no fuera suficiente para dejarle tranquilo. Léon y Anne-Marie, al menos, pensaban ir con ellos, al igual que Rose y Jehan, quienes habían confiado sus posesiones a Musichetta y solo deseaban alejarse del país que tanto les había decepcionado. Pero eso era todo: los demás se quedaban atrás. En la incertidumbre, en la pérdida, junto a todo lo que conocían.

Ese día, mientras el carruaje avanzaba por los caminos de Francia e iba dejando tras de sí la estela de sus ilusiones, frustradas en polvo y escombros, Grantaire miró a Enjolras. Lo miró —los ojos azules perdidos en el camino, la expresión ausente— y recordó su mirada turbada de aquella tarde, cuando había aceptado finalmente su mano y murmurado un "Iré contigo" que jamás había sonado tan roto en sus labios.

Y, mientras abandonaban una vez más su hogar para no volver en un tiempo que ninguno de los dos sabía prever, mientras se alejaban de las vidas que tanto se habían esforzado en construir, Grantaire se preguntó cuánto más tardaría en salir el sol en esa noche interminable.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora