Cierre

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Dos días después, en una madrugada distinta, dos solitarios hombres encapuchados se adentraban en el cementerio del Père Lachaise y caminaban entre las filas de lápidas y panteones del complejo. El aire era frío, a pesar de ser solo mediados de agosto, y su paso a través de las edificaciones fúnebres silbaba de una manera algo inquietante pero, sobre todo, hondamente solitaria.

Al cabo de un rato, uno de los hombres se detuvo junto a una especie de mausoleo. Era de mármol blanco y se hallaba en una localización curiosa del cementerio, un punto periférico bastante alejado del resto de tumbas... o de las edificadas, al menos.

Los enterramientos más humildes y las fosas comunes, en cambio, eran un asunto diferente.

—Es... ¿es aquí? —preguntó el otro hombre, contemplando el sepulcro frente a él con cierto aire de estupefacción.

El primer hombre asintió, su expresión solemne mientras lo imitaba.

—Así es.

—Y ellos...

—No se puede saber con certeza. No llegaron a identificar todos los cuerpos.

—Oh.

Una breve pausa.

—¿Te parece apropiado? —preguntó el primer hombre, un deje de inseguridad en su voz.

El segundo movió la cabeza lentamente.

—Me parece una locura. ¿Cómo has conseguido algo así?

—Bueno... algunos contactos en la Barrière du Maine pueden ser muy útiles. Hay muchos escultores. Y, según parece —miró al otro hombre ahora—, alguien nos había recomendado bastante bien a ellos en el pasado.

El segundo hombre miró a su compañero con una mezcla de extrañeza e incredulidad, como si creyera entender a qué se refería pero no pensara estar en lo cierto. Fuera como fuese, volvió a girarse hacia el mausoleo y se acercó un poco para leer las palabras grabadas en la inscripción, a modo de epitafio.

—"A los mártires del porvenir"... Sí. Es apropiado. Es perfecto.

El primer hombre asintió en silencio. Ambos contemplaron el sepulcro sin decir nada durante un tiempo, la brisa del final de la madrugada alborotándoles los cabellos y recordando, con su frescura, la proximidad cada vez mayor del fin del verano. No obstante, los dos hombres iban bien abrigados, tanto en ropa como por las sendas bolsas que cubrían sus espaldas y costados, como una especie de equipaje no precisamente excesivo, pero tampoco ligero.

Pasaron los minutos. Ninguno de los dos supo medirlos.

—Deberíamos irnos —dijo uno finalmente, su voz hueca.

El otro reaccionó y asintió.

—Sí. Vayámonos.

Ambos se acercaron al mausoleo y tocaron la superficie de mármol, cada uno por su lado, con una solemnidad tan profunda como si estuvieran palpando los corazones mismos de sus compañeros caídos. Uno de ellos murmuró unas palabras antes de separarse: una serie de nombres, una disculpa... una despedida. A continuación, llamó al otro hombre y, tras unos instantes durante los que este pareció resistirse a separarse del sepulcro, los dos retrocedieron para contemplarlo una última vez.

Después, se marcharon.

Solo unos minutos más tarde, sus figuras habían desaparecido ya entre nichos y lápidas dispersas, el rastro de sus pasos dejando tras de sí retazos de recuerdos que marcaban el inicio de su nuevo viaje. Mientras, el sol del amanecer comenzaba a salir y su cálida luz bañaba la superficie blanca del mármol como una promesa de tiempos mejores. De justicia. De trascendencia.

El porvenir asomaba en el horizonte.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora