Caminando al sur del Sena, tras un breve paseo por la zona universitaria, se encontraba una casa con décadas de historia parisina.
De su puerta se podía ver salir, cada mañana, a un hombre de unos setenta años, cuyo rostro, afilado y hermoso, hacía que no parecieran más de sesenta. Ataviado de una gabardina y un sombrero sencillos, abandonaba la vivienda del brazo de una mujer de cabellos blancos en la que el ritmo digno y seguro de sus pasos evidenciaba un espíritu fuerte, y ambos caminaban sin prisa hacia el río, perdiéndose entre los edificios y las callejuelas de la ciudad.
A veces, sus paseos los conducían al noreste y, de ahí, al cementerio. Las verjas del Père-Lachaise les daban la bienvenida con un chirrido familiar y el aire fresco del otoño, ya próximo en esa mañana de septiembre, les anticipaba la serenidad de los sepulcros, la belleza decadente de las lápidas entre las hojas caducas.
Se detuvieron frente a uno de ellos, un sencillo pero solemne monumento blanco "A los mártires del porvenir". El hombre se acercó y posó la mano suavemente sobre el mármol, acariciando las letras. La mujer permaneció unos pasos detrás de él, inmersa en sus pensamientos, como si rezara.
El hombre se giró un largo rato después.
—Gracias por acompañarme una vez más. Lo necesitaba.
La mujer regresó a sus sentidos. Lo miró un instante con su rostro serio y elegante, inteligente.
—Siempre es un placer, Enjolras. Aunque me intriga el motivo: no creo que sea una ocasión especial.
Enjolras sacudió la cabeza.
—No lo es. Simplemente... he sentido que debía venir hoy. Lamento no poder explicarlo mejor.
La mujer negó a su vez.
—No te preocupes. El mundo tiene a veces designios que no comprendemos, ni podemos aspirar a comprender.
Enjolras le sonrió. Miró brevemente el monumento.
—Estoy de acuerdo... ¿Sabes? Siempre me has parecido la más sabia en eso, Musichetta. En cómo vivir. Echaré de menos tus consejos.
Musichetta abrió un poco más los ojos, como si entendiera algo que Enjolras no estaba diciendo. Su rostro se suavizó.
—De nuevo, ha sido un placer.
Él asintió y guardó silencio mientras compartían un día más la brisa de la mañana, la caricia de las horas. Como dos almas en consonancia con el mundo.
Esa noche, Enjolras se acostó sintiéndose fatigado. Como otras veces, se durmió sin pensar, entumecido por el cansancio de la edad y el soporífero de los recuerdos. Cerró los ojos y su mente se sumergió lentamente en un manto de oscuridad, una breve caída sin miedo que aterrizaba con suavidad sobre un suelo blando y seco. Lo último que le vino a la mente fue Nöelle, la sorpresa de su rostro cuando, esa tarde, le había entregado los dos brazaletes de tela que siempre llevaba consigo, confiándole que los cuidara.
Y luego, entre las tinieblas, un atisbo de luz.
Abrió los ojos a una noche cubierta de estrellas. Escuchó ruido a su alrededor y, por un momento, pensó que estaba de regreso en una lejana noche de verano, con una barricada alzándose bajo la luz grave de las antorchas; luego, sin embargo, escuchó música y pensó que era una fiesta, un baile alegre alrededor de una hoguera; luego, en cambio, escuchó un rumor suave, como de oleaje... y luego vio mucho más. Vio las estrellas y la luna, vio el sol y su extensión. Vio el pequeño pero enorme mundo que alumbraban, vio el presente en todos los lugares y personas, vio el pasado y el futuro...
Vio todo y no vio nada. Comprendió todo y no comprendió nada. Pero cerró los ojos de nuevo y se sintió en paz, aceptando su destino.
Hasta que una voz lo llamó por su nombre.
Volvió a abrir los ojos y, esta vez, la música y el calor de la hoguera eran lo único que lo rodeaba. Vio figuras conocidas frente a las llamas, amistades de toda una vida que bailaban cogidas de la mano y cantaban juntas, riendo y disfrutando como si nada pudiera enturbiar su felicidad.
Entre ellas, una abandonaba el círculo de baile y se acercaba a él.
Le tendía una mano.
—Vamos, Enjolras. Únete.
Enjolras lo miraba a los ojos, esos ojos oscuros que tan bien conocía. Ojos brillantes de dicha y de un amor radiante, infinito, en el que habría podido navegar por toda la eternidad.
Miró después su mano, abierta, amable. Suave, también, cuando la aceptó.
—Esperaba que me lo pidieras.
Él sonrió. Siempre había tenido una sonrisa hermosa, salvaje y llena de vida. Como un milagro.
Mientras caminaban juntos hacia la hoguera, la música los acogió como un coro de fe bajo los astros, como un canto de esperanza al mañana. Y, al tiempo que lo hacía, una luz clara y rosada comenzó a asomar en el horizonte nocturno, antes cubierto de bruma.
Amanecía.
ESTÁS LEYENDO
"Amor, tuyo es el porvenir"
FanficParís, Francia, 6 de junio de 1832. Tras el fracaso de la insurrección popular en las barricadas, ante un pelotón de fusilamiento dispuesto a acabar con su vida, Enjolras enfrenta la muerte con dignidad, sabiendo que los Amis de l'ABC han luchado ha...