Grantaire silbó impresionado cuando, unos días después, Enjolras y él llegaron a la que sería su nueva morada a partir de entonces.

Había llevado un tiempo ponerse en contacto con el encargado de contratar a los jornaleros de la localidad y que este, tras aceptar la solicitud de Enjolras, se ocupara de la gestión de su vivienda en las afueras de la villa, pero ahora, por fin, todo estaba dispuesto. El propio encargado les había conducido hasta la casa a primera hora de la mañana antes de marcharse a atender otros asuntos, sin quedarse siquiera a ver su reacción.

Grantaire podía entender por qué: el lugar estaba hecho una ruina.

Ambos contemplaron el edificio en silencio durante un largo rato, desde las oquedades en el tejado hasta las amarillentas paredes exteriores y la puerta desvencijada. Tenía un pequeño terreno alrededor, una especie de jardín al que se accedía por una valla baja oxidada, pero estaba tan descuidado que la vegetación lo había inundado todo, desde la hierba alta del camino de entrada hasta la hiedra que trepaba por una de las paredes y se enroscaba en los vanos, de los cuales alguno tenía el cristal roto.

Si no hubiera sido porque en la villa residían pocos habitantes permanentes y no parecía haber entre ellos signos de una mendicidad extrema, como sí ocurría en París, esa casa habría sido ocupada fácilmente hacía mucho tiempo, se dijo Grantaire. Lo cual le parecía natural, pero difícil de entender, teniendo en cuenta que aquel lugar pertenecía a un terrateniente burgués; ¿no se suponía, entonces, que debería cuidar mejor de sus propiedades? Fuera esa persona rica o no, ilustre o no, aquello le parecía una absoluta irresponsabilidad.

Se giró hacia Enjolras, que se había aproximado a la puerta principal y la examinaba con aire calculador.

—Creo que le faltan los goznes.

Grantaire se acercó para mirar también.

—Eso parece, sí...

—Tendremos que pedir ayuda. —Enjolras se giró hacia él—. Me parece que hay un carpintero en la villa. ¿Puedes ir a preguntarle?

—Claro —respondió Grantaire, si bien la idea de dejar a Enjolras solo, especialmente después de pasar la mayor parte de su tiempo con él durante las últimas semanas, no le hacía ninguna gracia. Y menos cerca de un edificio con un aspecto tan inestable como el que tenían delante—. ¿Y tú? ¿Qué harás mientras tanto?

—Echaré un vistazo al interior. Veré con qué podemos trabajar.

—Yo podría...

—No. Puede ser peligroso —lo atajó Enjolras—. Yo me encargo. Tú ve a buscar al... ¿Estará bien tu pierna?

Grantaire, a quien ya le extrañaba que no saliera ese tema a colación, contuvo un suspiro de resignación y quitó importancia a aquello con un gesto.

—No hay problema: mucho más hemos caminado otros días y aquí sigo, vivo e impertinente.

Enjolras le dedicó una mirada contrariada, situada en algún punto entre la irritación y la preocupación, que empezaba a resultar muy habitual en él en los últimos tiempos. Suspiró de manera similar a como Grantaire había estado a punto de hacerlo.

—De acuerdo. Nos vemos en una hora, ¿está bien? Y ten cuidado.

—Sí, sí —respondió Grantaire, diciéndose, mientras se alejaba y Enjolras se internaba valerosamente dentro del edificio, que él no era quien más necesitaba tenerlo en realidad. Pero no lo contradijo.





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