Cap. 15 - En los subterráneos

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La sempiterna oscuridad no había cambiado en todo aquel tiempo de quietud y silencio absoluto. Ocasionalmente el mismo goteo de agua llamaba su atención a intervalos, pero pronto cesaba o se perdía entre ecos lejanos.

El hambre y la humedad del suelo le impedían dormir las pocas horas que ella misma se permitía para ello. Pero era la sed lo que de verdad la atormentaba. Tenía la garganta seca y toda la lengua pastosa, de manera que incluso un par de gotas de aquellas que caían en la oscuridad la habrían aliviado enormemente.

Pero aún sin agua o comida, llevaría mucho mejor su situación de haber habido alguna luz que alumbrara el lugar.

Aunque, por otra parte, Eva agradecía por dentro no tener idea de las horas o días que transcurrían. Habrían sido un doloroso recuerdo del tiempo que llevaba separada de los demás. Del que la distanciaba a cada segundo de las trece horas en las que pudo encontrar a Zowie. Del que llevarían sus padres buscándolas, muertos de preocupación.

No podía evitar pensarlo. Una parte de ella, si no toda, sabía que merecía aquel castigo. Morir de hambre en completa oscuridad y silencio. Sola, atormentada por haber arrastrado a sus amigos hacia aquella nefasta suerte.

No logró ni por asomo acercarse al lugar donde tenían a su hermana. Ella misma la había enviado allí de la forma más cruel y egoísta. Y ahora debía pagar justamente por ello.

Sabía, al menos, como último consuelo, que lo había intentado... Si por un milagro hubiese podido recuperar una parte del tiempo perdido... ¡Pero aquel maldito laberinto no tenía fin! ¡No había modo de tan siquiera acortar distancias entre ella y el castillo!

Si no hubiera estado tan hundida, habría derramado un centenar de lágrimas y sus ojos le escocerían a horrores. Pero sin esperanzas que perder... ¿De qué le servían las lágrimas o el lamento?

Eva apoyó abatida la espalda contra la pared. Notó en la cintura el anillo de frío metal. Los eslabones de la cadena repiquetearon ruidosamente a su lado.

Poco a poco el cansancio hizo insostenibles sus párpados y empezó a cerrarlos. Cuanto se hubiera despejado en aquel momento por oír una voz familiar, reconocer un grito o susurro de sus amigas y compañeros de clase.

Cuanto hubiera dado por volver a ver una vez más a esa impertinente hermana suya...


Sonido de pasos distantes.

Eva movió la cabeza de un hombro al otro.

Sonido de pasos cercanos.

Ladeó otra vez la cabeza y frunció imperceptiblemente el ceño.

Algo rasgó, o quizás arañó, una superficie y entre las tinieblas perpetuas que la rodeaban nació una luz débil. La luz atravesaba sus párpados y le dieron a entender que estaba próxima a ella. No le hizo caso durante mucho tiempo, creyendo que era un sueño que le recordara días sin oscuridad. Sin embargo, la luz persistió y ella no pudo ignorarla más.

Fue abriendo gradualmente los ojos hasta entreabrirlos y observar lo que tenía delante por primera vez desde que estaba allí. Una amplia sala circular, enladrillada y curvada, excepto por la pared a la que estaba encadenada. En el muro de enfrente crecían, entre las piedras, musgo, líquenes y pequeñas plantas que, por la falta de luz solar, se habían quedado raquíticas y arrugadas.

La luz provenía de lo que parecía una vela muy grande o de una antorcha muy pequeña sostenida sobre un recipiente. Y el recipiente se hallaba colocado encima de una vieja mesa de madera podrida que había ignorado todo el tiempo que estuviese allí.

El Laberinto 1 - AdvenimientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora