Cap. 5 - Los Tres Robenescos

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Kandros se encontraba tras el mostrador de recepción que ocupaba el centro estratégico del albergue. Se hallaba justo entre las cocinas, la sala de recreo y el inmenso comedor. Este último era tan grande como el resto del edificio y lo calentaba una colosal chimenea.

Los Tres Robenescos recibía su nombre por el lugar donde se había construido. Aquella zona de Saroc antes estuvo poblada por numerosas malezas y árboles entre los que destacaban tres imponentes robenescos. Se trataba de una especie arbórea cruzada entre los enescos, ejemplares autóctonos de Arkanta, y unos extraños árboles traídos de la Tierra en la Edad del Saber llamados "robles". El resultado del cruce de ambos fue el robenesco, la especie de árbol más abundante al oeste del laberinto y la más comercializada en Saroc. Resultó que los tres ejemplares más grandes de Jaël crecieron en lo que acabó siendo el comedor de huéspedes. La madera cortada calentó los hogares de Saroc durante diez inviernos y se conservaron las bases de dos de ellos para usarlos como mesas. Parte de la base del tercero se destinó como la chimenea que presidía el lugar.

A pesar de lo popular que llegó a ser la posada años atrás, desde que Kandros la adquirió el negocio fue decayendo y no volvió a levantar cabeza. Solo arribaban allí aquellos que eran rechazados por los demás albergues, es decir: pordioseros, mendigos y peregrinos de los Bajos Pueblos y otras razas menores que estaban de paso en la bastida. Con aquella clientela, que a menudo pagaba en especie, Kandros no podía hacer frente a los gastos que exigía el local, los asfixiantes impuestos o mantener siquiera a un ayudante.

Si el Magistrado y los duendes de la guarnición le habían concedido el permiso de compra, había sido solo por la gracia de ver a un taikini regentando una fonda en una región donde el desprecio a las razas rebeldes había sido contagiado a toda la población.

-En fin... -pensó Kandros para sí, suspirando y encogiéndose de hombros con resignación.

Después de todo no era el afán de lucro lo que le había llevado hasta allí. Daba por bien hechas las cosas si el resto del mundo se contentaba con mofarse de él y dejarle en paz. Otros en Saroc no habían tenido semejante suerte.

Mientras limpiaba y quitaba el polvo a los vasos en el mostrador, nada habría indicado que aquella noche sería distinta a las demás... de no ser por unos golpes que se oyeron tras la puerta de entrada. Kandros apartó la vista del vaso que estaba limpiando con un trapo y miró extrañado el otro extremo del vestíbulo. Nadie llamaba nunca a esas horas.

-¡Está cerrado! -se molestó en anunciar.

Como respuesta, los golpes volvieron a hacer temblar los tablones de la entrada.

-¡He dicho que está cerrado!

Las llamadas no cesaron porque lo dijera más alto. Kandros las ignoró al principio, pero estas perseveraron hasta el punto de que el taikini ya no pudo aguantarlo más.

-¡Será posible...! -pegó un grito y fue a coger un cuchillo y andar hacia la puerta. No era propio de un miembro de su pueblo perder así los nervios, pero vivir décadas en Jaël podía amargarle el carácter hasta a un santo -¡Por todos los Nelwyn, más vale que llevéis los bolsillos repletos de uxtols si no queréis que os arroje a las cloacas!

Y con el cuchillo de cocina enarbolado quitó el cerrojo y abrió de par en par.

-¿Y bien? -soltó mirando al primero con quién se encontró.

-Veo que te has vuelto más osado con los años, querido Kandros –le dijo una cara sonriente de ojos grises y cabellos cenicientos.

Kandros dejó caer el cuchillo al reconocer aquel rostro. Trató de articular algo dos o tres veces antes de lograr hablar con coherencia.

El Laberinto 1 - AdvenimientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora