Pasé toda la mañana y toda la tarde caminando por el desierto de Chihuahua. Donde me aventaron mis secuestradores. Anochecía. Creí que iba desmayar, así que me quedé tumbado viendo las primeras estrellas del cielo. Mucho más tarde, se me acercó un viejo (casi vagabundo) trotando.
Me ofreció un fruto azul y redondo, y le di un mordisco. Estaba amarguísimo. Le pregunté si tenía agua. Se carcajeó.
—No necesitas agua, necesitas la sal.
—¿Sabe dónde estamos?
Negó con la cabeza, me dio unas palmaditas en la espalda, y siguió su camino.
—¡Todavía te falta un chingo!
Cuando lo perdí de vista, me animé a seguir caminando. No sentía cansancio ni frío. Al amanecer, me recibió la vista de unas casas cercanas.