—Grandota, tan grande que no se vea ninguna casa a lo lejos —le dije al cerdo con alas.
Delante de mí, puso un huevo colorido, tan grande como un balón de básquetbol. Me lo dio y se fue volando.
La mañana que desperté, recogí del río una pequeña piedra parecida al huevo de un petirrojo, y la cargué en mi sudadera, como si fuera un amuleto de la suerte. Conforme pasaban los días, el huevo iba perdiendo su color azul, por otros, hasta parecerse al huevo que puso el cerdo en mi sueño.
Acostumbraba poner la piedra bajo mi almohada al dormir. Hasta que un día amaneció rota, como un cascarón de huevo, vacío.
Ese día, me llamó un hombre, explicando que un viejo de Chihuahua me había heredado su rancho.