Un hombre harapiento y preocupado me suplicó ayuda. La última de sus hijas estaba moribunda por su enfermedad. Viajo desde muy lejos, y pidió a mi familia que por favor le diéramos de nuestra milagrosa sangre real. Se negaron y, desesperado, acudió a mí durante mi visita en ese pueblo para que le diera de mi sangre, sin que nadie más lo supiera. Nunca pensé que mi sangre sería la causante de la bestia que hoy destruye el reino.