capítulo 3

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Capítulo 3
Red
Insomnio.



La noche estaba en su apogeo cuando mis pasos resonaban sobre el empedrado que conducía a los establos. A lo lejos, apenas se distinguían las débiles luces de Dublín bajo un manto de fría obscuridad. Pese a la gruesa capa que me envolvía, el gélido viento penetraba hasta mis huesos, recordándome que no era una noche cualquiera, sino una de aquellas en que el insomnio reclamaba su tributo.
Mis pasos eran firmes, medidos, como si cada uno contara una historia. Adentrarse en los establos a estas horas no era habitual, pero el sueño había decidido esquivarme otra vez. La puerta de madera de las caballerizas, ya conocida por mi mano, cedió sin protestas al empuje. El sonido de su apertura rompía el silencio nocturno y daba paso a un escenario bien distinto al del exterior: aquí reinaba un tibio silencio, apenas roto por el respirar pausado de los caballos.
Avancé sigilosamente, con la lámpara elevada guiando mi camino, hasta el final del pasillo donde los suaves quejidos rompían el monótono murmullo de la noche. Al acercarme al cubículo de donde provenían los sonidos, pude distinguir a Hills. Su cuerpo, abrazando sus piernas, luchaba por conservar algo de calor en la helada noche.
Abrí la puerta lentamente, procurando no sobresaltar más al ya temeroso Hills, quien, al percibir mi presencia, se apegó más a la pared como intentando fundirse con ella. Mientras él me observaba con una mezcla de miedo y anticipación, no pude evitar esbozar una sonrisa de superioridad.
──¿Qué tal el clima? ──pregunté con ligereza, casi burlón. —¿No te gusta?
Su mirada, desviada y llena de temor, apenas se posaba sobre mí. Pese a los cuidados, su delgadez era notable, y el olor nauseabundo que emanaba de su cuerpo, a pesar de los baños, era un testimonio silencioso de su decadencia. Esta interacción, aunque breve, era un juego de poder.
Aquí, y ahora, yo era el dueño de su vida.
Me acerqué más a Hills, quien aún estaba arrinconado y tembloroso. Mi voz se mantuvo firme, cargada de una fatiga pesada que resonaba con cada palabra.

—Tengo más de cuatro días sin dormir. —confesé, mis ojos clavados en los suyos. —En noches frías como esta pienso en Athenea.
Hills levantó la vista hacia mí, su rostro marcado por el miedo y el frío. Estaba claro que comprendía la gravedad de la conversación, aunque su cuerpo apenas podía sostenerse por el agotamiento y el terror. Me incliné hacia él, casi cara a cara, y mi voz se endureció aún más.
—Es tu culpa que todo esto haya pasado —gruñí, sintiendo cómo cada palabra era como un golpe. —. Pusiste a Athenea en la mira de todos.
La intensidad de mis palabras parecía golpearlo físicamente, haciéndolo encogerse aún más contra la pared fría del establo. Podía ver el brillo de las lágrimas formándose en sus ojos, la desesperación comenzando a aferrarse a él.
—Imagino cómo te descuartizó a pedazos. —continué, mi tono tan helado como la noche que nos rodeaba. —. Como mi cuchillo se hunde en tu piel, y corta a su paso tendones, músculos, y hueso… tu sangre llena mis manos. ──sonrío. ──. Pero tu castigo será vivir así… como mi perro. ¿sabes cuándo vas a morir?
No dice nada.
──Solo cuando ella vuelva a mi. Así que más te vale que esté viva…
Me enderecé, dejando la lámpara a un lado, y observé cómo Hills se desmoronaba con cada sollozo que escapaba de sus labios. El sonido era bajo, casi ahogado por el ruido del viento y los caballos dormidos. Su figura se desvanecía lentamente detrás del velo de lágrimas y resignación.
Me alejé, dejando a Hills con su miseria.
Caminé de vuelta por el camino que había recorrido, dejando atrás el cubículo y el sonido de los sollozos de Hills. Cada paso que daba resonaba contra el suelo de piedra de los establos, marcando la distancia que crecía entre nosotros. A medida que avanzaba, mi mente luchaba por distanciarse de esos pensamientos oscuros, sin embargo, la imagen de Athenea se infiltraba una y otra vez, perturbadora y constante.
Al salir de los establos, el frío viento de la noche golpeó mi rostro, un recordatorio crudo de la realidad exterior. A lo lejos se escuchaban risas y quejidos; Está noche, era noche de castigo y a lo lejos podía escuchar a los hombres disfrutando de la miseria del padrastro de Athenea, hacen con él lo que quieren.
Iba a casa pero la verdad es que en noches como estás, disfruto del dolor de quienes dañaron a quien más me importa en la vida. Las voces se hacen más fuertes a medida que me acerco, en medio de los arboles lo tienen amarrado por cada extremidad de su cuerpo cadavérico boca abajo, y uno de mis hombres lo penetra una y otra vez. 
Recibo un cigarrillo de parte de Jacon y lo llevo a mi boca, rodeo al hombre y me paro frente a él para que vea mi rostro.
──Ya la tenemos amaestrada, Jefe. Está perra disfruta.
Sonrío. Me observa, su mirada está vacía, nula.
──Sigan en lo suyo. ──disfruto de mi cigarrillo y se lanzo.
Camino hacia la casa, mis manos se hunden más en los bolsillos de mi abrigo buscando calor. No había estrellas esa noche; solo una oscuridad densa que parecía consumirlo todo.
Una vez dentro de la casa, el calor del fuego en la chimenea me recibió. Me detuve un momento para calentarme, las llamas arrojaban un resplandor naranja que parpadeaba contra las paredes. Era un consuelo menor, pero necesario. Sin embargo, el descanso no duró mucho, porque ella vuelve a mi mente, gritando mi nombre.
Cierro mis ojos y su rostro aparece, sus orbes azules están en mi, su suave piel me toca, y todo vuelve a ser como antes.
Finalmente, subí las escaleras hacia mi habitación, el sonido de mis propios pasos en la escalera de madera rompía el silencio de la casa. Entré y cerré la puerta  detrás de mí. Me desplomé en la cama, sin molestarme en quitarme el abrigo. El cansancio de los días sin dormir pesaba sobre mí como una losa. Cerré los ojos, intentando encontrar algún escape en el sueño, aunque sabía que probablemente sería en vano. La noche aún era larga, y los fantasmas que la habitaban no parecían dispuestos a dejarme descansar.
No iba a dormir eso estaba claro.
Me senté en la orilla de la cama y abrí el cajón de la mesita de noche, sacando de él una alianza de oro  que había guardado hace tiempo. Lo deslicé por mi dedo anular, donde encajó a la perfección, como si durante todo este tiempo hubiera pertenecido allí.
Me levanté y caminé hacia el armario para tomar mi arma, sosteniéndola frente a mí, observando cómo la luz se refractaba en el metal frío. Cerré los ojos y me dejé llevar por los recuerdos: el día en que intercambiamos esos anillos, la leve sonrisa de Athenea que tanto me calmaba, y aquel beso que parecía prometer un futuro juntos.
Un gruñido escapó de mi garganta, una explosión de frustración, enojo e impotencia que me sacudió por completo. El arma en mi mano se sentía como el único anclaje a la realidad que tenía en ese momento, el único peso que podía medir y entender completamente. Dije mil veces que moriría por ella, y quiero morirme.
Con los ojos aún cerrados, presioné el arma contra mi cien  y murmuré con una voz que rasgaba el silencio de la noche
—Nena, necesito que me guíes para encontrarte, por favor… sino voy a morir.
Era más que una súplica; era el eco de mi dolor, la voz de mi desesperación. Abrí los ojos, y la oscuridad de la habitación me cubre, haciendo que sienta el peso de su ausencia.
La extraño con cada poro de mi piel.
Regresé el arma a su lugar, sabiendo en el fondo que mi petición no cambiaría nada de inmediato. Con la alianza en mi dedo y el arma guardada, sabía que no me detendría hasta obtener respuestas. No podía, no mientras hubiera una mínima posibilidad de encontrar a Athenea. Era un compromiso grabado en mi alma, tan firme como el oro de nuestro enlace.
──Voy a conseguirte. Voy a ir por ti, nena.
Iré por mi esposa.




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