capítulo 43

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Capítulo 43
Red
Verona.



Habían pasado un par de días desde el otro ataque, días sin ver a Athenea en persona, hace horas la vi por la tablet y no había podido volverme a conectar, eso me tenía con gran tensión pero sabia donde iba a descargarla.


La habitación era oscura, apenas iluminada por la tenue luz que filtraba el sol de la tarde a través de unas cortinas desgastadas. Al entrar, me encontré con el arsenal que alguna vez perteneció a Alessandro. Armamento de última generación, suficientes balas para alimentar una pequeña guerra y explosivos que podían convertir un edificio en escombros en cuestión de segundos. Esto ya no era suyo, ahora me pertenecía a mí, e iba a utilizarlo en su contra.
La seguridad vino a tomar sus armas para encaminarnos a nuestro objetivo.
En una esquina, una pequeña radio dejaba escapar la noticia que recorría todo el pequeño pueblo. En España habían aparecido cuerpos colgados en las afueras de un edificio. La descripción era grotesca, pero en las calles, el miedo era tangible. La percepción de seguridad había sido destruida.
Mi nombre en otras noticias aún resonaba, era uno de los hombres más buscados, y faltaba muy poco para que la interpol emitiera una orden, debía solucionar unos asuntos antes de que eso pasara.
Desde la distancia, escuché a Tony hablando por el teléfono, con la seguridad en Balcanes, gestionando todo. Su voz tranquila y autoritaria era un contraste con la creciente tensión en mi cuerpo. Sabía que el siguiente objetivo estaba cerca, demasiado cerca como para ignorarlo. El riesgo era alto, pero la promesa de la adrenalina y el olor a sangre fresca me impulsaban hacia adelante.
Salí de la casa seguido de Tony, el siguiente ataque debía darse ahora. El silencio precedió aquello que se avecinaba con prisa.
Las calles  estaban impregnadas con un aire pesado, cargado de promesas incumplidas y susurros de venganza. Podía contar a más de cincuenta hombres vigilando la propiedad desde la distancia, sus sombras proyectándose sobre el suelo mientras el crepúsculo comenzaba a asentarse.
No estaba solo. Un grupo de mercenarios entrenados y despiadados estaba a mi disposición, contratados para desmantelar la seguridad de nuestro blanco. La orden fue sencilla y directa: no dejar testigos. La masacre que se desató fue rápida y brutal, el sonido de los disparos y los gritos de agonía reverberaban en la distancia mientras terminaba mi cigarrillo. Observé impasible desde un punto elevado, aspirando el humo y disfrutando del caos que se desplegaba ante mis ojos.
Acto seguido, lancé el cigarrillo al aire, observando las chispas apagarse antes de tocar el suelo empapado en sangre. Era mi turno. Avancé por el sendero de muerte que mis hombres habían dejado tras de sí, la adrenalina corriendo como fuego líquido en mis venas. Los cuerpos yacían esparcidos como muñecos rotos, pero aún quedaban hombres por enfrentar.
El primero que se cruzó en mi camino me atacó con una navaja. Esquivé el primer golpe y lancé un puñetazo directo a su mandíbula, sintiendo el crujir de los huesos bajo mis nudillos. Atrapé su muñeca antes de que pudiera balancearse de nuevo y con un movimiento brusco se la torcí, desarmándolo. No hubo misericordia; un codazo en la sien lo dejó inconsciente al instante.
Otro hombre se abalanzó sobre mí con un grito de guerra. Lo recibí con una patada al abdomen, haciéndolo doblarse en dos. Tomé impulso y rodé por encima de su espalda, atrapando su cuello con mi brazo en una llave que terminó rompiendo su columna con un chasquido seco.
La confrontación se volvía más intensa con cada segundo. Un adversario me lanzó un puñetazo que bloqueé, contraatacando con un gancho que le destrozó la nariz. Sus gritos de dolor se mezclaron con los ecos de la lucha a nuestro alrededor. Lo derribé con un barrido de piernas y, antes de que pudiera levantarse, clavé mi rodilla en su estómago, sacándole el aire de los pulmones.
Incapaz de detenerme, luché contra otro par que intentaron flanquearme. Uno de ellos sacó un cuchillo, pero logré esquivar sus tajos, y con una rápida combinación de golpes, le rompí el brazo antes de estamparlo de cara contra una pared. Al otro, le propiné una serie de puñetazos en el torso que hicieron crujir sus costillas, dejando escapar un rastro de sangre por su boca antes de que se desplomara, derrotado.
El campo de batalla, tan frenético y sangriento, fue quedando en silencio. La violencia, implacable y necesaria, me había devuelto una vez más a la realidad de mi existencia. Respirando con dificultad, observé los resultados de la carnicería.
Sonreí satisfecho hasta que Tony llegó con algo…
──¿Qué?
──La policía local, dieron informe. Viene un ejército. Tenemos que irnos.
No había tiempo para pensar; sabíamos que venían por mí, y nuestra única opción era quemar todo rastro y largarnos de inmediato.
Incendié el lugar con la frialdad que me caracteriza, observando cómo las llamas comenzaban a consumirlo todo. Cada rincón, cada pared, símbolo de poder, reducido a cenizas bajo mi mano.
Tony y el equipo ya estaban en movimiento, llevándome entre las sombras de la ciudad, con la policía pisándonos los talones. Sabíamos que estaban cerca, demasiado cerca. Corríamos, disparando como un solo organismo. Cada tiro que resonaba, cada percutor que sentía en mis dedos, era un paso más hacia nuestra salvación, un segundo más de vida robado a la fatalidad.
──Están rodeados ──escuché gritar a un policía, la voz se filtraba entre las barricadas y las balas.
Un circulo de patrullas nos rodeaba.
Respiré profundo, cargando mi arma una vez más, mirando a Tony a los ojos. Interpreté su mirada y asentí.
──Siempre a su lado, jefe ──dijo.
Gruñí con fuerza, aferrando mi arma.
──No vamos a morir aquí. Si llego a morir será al lado de mi mujer. No aquí, no hoy. ──sentencié, y supe que no había vuelta atrás.
El equipo de mercenarios abrió fuego de nuevo, su fuerza se desplegaba con violencia hacia las filas de la policía que ya nos rodeaban. Sin embargo, algo cambió en el ambiente. Un rugido mecánico, casi imperceptible al principio, comenzó a reclamar nuestra atención. Desde la lejanía, un gigante metálico se aproximaba.
El dron de vigilancia militar hizo su aparición, una sombra oscura que cubrió el campo de batalla improvisado. Retrocedimos, la visión del aparato descolocó hasta a los más curtidos de nuestro equipo. Nadie sabía qué esperar.
Descendió, su estructura imponía un silencio momentáneo. Todos, policías y mercenarios, quedamos congelados. Entonces, con una fría precisión, se elevó ligeramente y desató una tormenta de balas sobre los policías. No hubo piedad, no hubo duda.
La carnicería duró solo unos segundos, pero bastó para que el dron consolidara el caos. Nos miramos entre nosotros, aun impactados, y supe que esa era nuestra única oportunidad.
──¡Vamos, ahora! ──ordené, y todos respondieron al unísono.
Con la sombra del dron aún proyectándose en nuestras mentes, corrimos hacia la única salida visible: las motos que teníamos preparadas para situaciones de emergencia. Tony iba delante, sus pasos firmes y decididos marcaban el ritmo. Llegamos a las motos, alineadas y listas, igual que nosotros.
──¡Toma una, rápido! ──gritó Tony sin mirar atrás, mientras él mismo se montaraba en una.
No había tiempo para cuestionamientos; la adrenalina en mis venas me impulsó a saltar sobre una de las motos sin pensarlo dos veces. El rugido de los motores despertó una nueva esperanza de escape. Mi pecho se agitaba, pero debía concentrarme.
Tony salió disparado primero, nosotros lo seguimos, acelerando al máximo. El dron permanecía en el aire, controlando la situación como un ángel oscuro. Nadie sabía quién lo controlaba, pero por ahora estaba de nuestro lado.
La policía se reorganizaba rápidamente, las patrullas intentaban bloquear nuestras rutas de escape. Sin embargo, el dron se movía con una precisión casi sobrenatural, disparando y destruyendo patrullas, abriéndonos camino.
—Rápido.  —grité, aunque sabía que no era necesario. Todos estábamos sincronizados en el mismo instinto de supervivencia.
Las luces rojas y azules de las patrullas formaban un torbellino alrededor de nosotros mientras acelerábamos hacia una barricada. El dron comenzó a disparar ráfagas precisas, destruyendo los obstáculos justo a tiempo. Era ahora o nunca. Tony fue el primero en lanzarse al aire, su moto voló sobre las patrullas como un ave de hierro. Sin pensarlo, lo seguimos, saltando tras él en perfecta sincronía.
—¡Vamos, vamos! —gritaba Tony con la voz entrecortada por la adrenalina mientras nuestras motos caían del otro lado de la barricada.
Sentí el impacto al aterrizar, pero mantuve el control, esquivando más patrullas y obstáculos. El dron continuaba su danza mortal por encima de nosotros, eliminando cualquier amenaza que se acercara demasiado. Las balas pasaban cerca, pero ninguna nos tocó.
Corrí junto a Tony y el resto del equipo, cada uno centrado en el camino adelante. Sabíamos que debíamos aprovechar al máximo la inesperada ayuda del dron. Pasamos por callejones estrechos, atajos olvidados, cada esquina presentando un nuevo desafío. La ciudad se convertía en un laberinto, pero las motos nos daban la agilidad necesaria para sobrevivir.
Pronto, las luces de las patrullas quedaron atrás, sus sirenas ahogadas por la distancia y el ruido de nuestros motores. Era una carrera desesperada, pero con cada metro recorrido, la certeza de la escape se hacía más real.
Finalmente, llegamos a un punto donde pudimos detenernos brevemente para recuperar el aliento. Nos escondimos en un viejo almacén abandonado, las paredes de acero oxidado nos daban una breve sensación de seguridad.
Tony desmontó de su moto y me miró fijamente.
—Es Athenea.
──¿Qué le pasó? Dame la tablet. ──gruño.
──No entiendes… ──se saca la tablet del chaleco antibalas y me la extiende. ──. Es Athenea.
Señala el dron que esta sobre nosotros y vuelve a elevarse para perderse en el cielo.
──Fue ella.
Miro la tablet, ella no está en la cama de UCI.

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