𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒖𝒍𝒐 𝟐𝟎

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No había dormido absolutamente nada. Al día siguiente de lo que me había confesado Emmett, no había salido de mi cuarto. La noche había sido interminable, solo daba vueltas en la cama, reviviendo cada momento con una claridad dolorosa.

Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Emmett aparecía, su mirada llena de amor y su voz suave diciéndome que siempre estaría ahí para mí. Pero sus palabras, tan reconfortantes, ahora se sentían como un peso insoportable. ¿Cómo podría él, tan puro y lleno de bondad, estar con alguien tan rota como yo?

Esos recuerdos se infiltraban en mi mente como un veneno silencioso que no podía detener. Las noches de angustia, los momentos de terror, los miles de lágrimas silenciosas... todo volvía a mí con una fuerza que me dejaba sin aliento. Me sentía sucia, contaminada, como si esas experiencias fueran una mancha imborrable que ahora definía quién era.

Cada palabra de consuelo de Emmett parecía burlarse de mí. ¿Cómo podía él prometerme protección cuando yo misma no podía protegerme de mis propios recuerdos? El dolor se hacía más intenso con cada pensamiento, una espiral descendente de desesperanza y autodesprecio.

Me levanté de la cama y me acerqué al espejo. Mi reflejo me devolvió una imagen que apenas reconocía: mis ojos, hinchados y rojos de tanto llorar, apenas podían mantenerse abiertos. Mi piel, pálida y sin vida. Intenté esbozar una sonrisa, pero el gesto se desvaneció antes de formarse por completo. El nudo en mi estómago se apretó aún más mientras me observaba en el espejo.

Me dejé caer en la cama nuevamente, abrazando la almohada como si fuera un salvavidas en un mar de desesperación. Las lágrimas continuaban cayendo, implacables, mientras mi mente recordaba lo ocurrido. Estaba grabado en mi mente con fuego. Lo odiaba, odiaba a ese señor con todas mis fuerzas... los odiaba a ambos.

Cada vez que pensaba en él, en su cara y en sus acciones, un odio visceral me consumía. Y luego estaba el otro. Había desaparecido de la ciudad al día siguiente y agradecía a Dios que nunca más había vuelto a verlo, a diferencia del otro con quien vivíamos bajo el mismo techo.

Nunca me había atrevido a decir algo. ¿Quién iba a creerme? Renée le creía absolutamente todo a él. Cada vez que lo intentaba, me encontraba con la misma respuesta: silencio y desconfianza. Mi voz se ahogaba en la indiferencia de los demás, mientras él seguía su vida sin ninguna consecuencia, como si sus acciones no hubieran dejado una marca indeleble en mi alma.

La impotencia y la rabia se mezclaban en mi interior, creando una tormenta que amenazaba con devorarme por completo. Me sentía atrapada, sin salida, sin nadie a quien acudir. La figura de Emmett, con su promesa de protección, parecía una ilusión lejana, un sueño inalcanzable en medio de mi realidad llena de sombras.

Me revolví en la cama, buscando una posición que me diera un poco de alivio, pero el dolor era implacable. No había manera de escapar de los recuerdos, de los sentimientos de culpa y vergüenza que me perseguían día y noche. El odio que sentía hacia esos hombres solo aumentaba mi autodesprecio, reforzando la creencia de que nunca podría ser digna del amor de Emmett.

Las lágrimas continuaban cayendo, cada una un testimonio de mi sufrimiento. Apretaba la almohada con fuerza, como si eso pudiera borrar el dolor que sentía. Pero nada podía aliviar la carga que llevaba dentro, una carga que parecía crecer con cada día que pasaba.

Antes de que me diera cuenta, había amanecido. La luz del sol se filtraba por las cortinas, marcando el inicio de un nuevo día. Tenía que ir a la escuela... él iba a estar ahí.

El solo pensamiento de enfrentar el día me llenaba de pavor. ¿Cómo iba a mirarlo a los ojos después de todo lo ocurrido? ¿Cómo iba a mantener la fachada de normalidad cuando por dentro me sentía desgarrada? Sabía que tendría que poner una sonrisa falsa, actuar como si todo estuviera bien, cuando en realidad, mi mundo se caía a pedazos.

DRIADES || EMMETT CULLENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora