Capítulo 17 : Bautismo de Fuego

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Las luces del hospital a menudo se volvían un refugio familiar, un lugar donde cada sonido tenía un ritmo, cada rostro contaba una historia. Pero había días en que el refugio se convertía en campo de batalla. En esos momentos, me encontraba no solo atendiendo en el hospital, sino también en el terreno, donde la urgencia se tornaba palpable y el aire estaba cargado de adrenalina.

Jaime era mi compañero habitual en esas misiones. Su presencia era un bálsamo en medio del caos. Siempre encontraba la manera de hacerme reír, incluso cuando la gravedad de la situación intentaba aplastarnos. Recuerdo un día en particular, mientras preparábamos el equipo, me dijo con una sonrisa amplia:

—¿Sabes cuál es el mejor antídoto para el estrés? Una buena risa y un mal chiste.

—No estoy segura de que tus chistes sean la mejor medicina, Jaime —respondí, levantando una ceja mientras organizaba las gasas y los guantes estériles en la mochila.

—Quizás no, pero al menos me hacen sentir mejor —bromeó, guiñando un ojo.

El trabajo en terreno era intenso, y lo que más atendíamos eran a oficiales heridos y, a veces, a sujetos enmascarados que, con impactos de bala, parecían más figuras de una película que personas reales. La mayoría de las veces, las lesiones no eran graves, pero había que actuar rápido. En una de esas ocasiones, me encontré rodeada de un equipo improvisado en un callejón oscuro, la luz del sol apenas alcanzaba a iluminar nuestro pequeño refugio.

Mientras Jaime se encargaba de tranquilizar a un oficial que había sufrido un disparo en el hombro, me concentré en aplicar mis conocimientos teóricos y prácticos. La velocidad y la precisión eran clave. Recordé todo lo que había aprendido sobre procedimientos ambulatorios y comencé a identificar cuáles eran los traslados más necesarios. La idea de ahorrar tiempo y recursos se volvió crucial en esos momentos.

—Necesitamos gasas y una manta quirúrgica esteril —le dije a Jaime, que rápidamente buscó en nuestra mochila mientras yo preparaba el área.

Con manos firmes y un bisturí en la otra, comencé a trabajar. Los guantes estériles me brindaban una sensación de seguridad, y la práctica se sentía cada vez más natural. Usando una pinza con dientes, sujeté la herida mientras aplicaba el polvo hemostático para detener la hemorragia.

—¿Ves? —dijo Jaime, mientras veía cómo trabajaba—. Lo estás haciendo increíble. No te olvides de que el anestésico local puede hacer que se sienta menos dolor, aunque estoy seguro de que preferiría una buena risa.

—Me parece que deberías ser el que administre el diazepam, entonces —repliqué, sonriendo mientras insertaba una aguja subcutánea para administrar el anestésico.

El oficial respiraba pesadamente, sus ojos llenos de miedo, pero cuando le sonreí y le expliqué lo que estaba haciendo, vi que comenzaba a relajarse.

—Listo, solo faltan las suturas y ya estás en camino a la recuperación —dije, sintiéndome más segura de lo que jamás creí que podría estar. Mis manos, aunque temblorosas al principio, ahora eran firmes y decididas.

En medio de esas situaciones, no solo aprendía a actuar rápidamente, sino que comenzaba a descubrir métodos para hacer que los pacientes sintieran menos dolor, para que las transiciones fueran más suaves. La combinación de mi formación teórica con la práctica en el terreno se convertía en un baile que, aunque caótico, tenía su propia armonía.

—¿Y qué tal una carrera de quién sutura más rápido? —me retó Jaime, cuando terminamos con el oficial.

—Lo siento, pero tengo que guardar mi energía para el próximo paciente —bromee mientras miraba a nuestro alrededor, consciente de que el trabajo nunca terminaba.

Con Amor, Hannah.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora