Capítulo 25 : Proteger y Servir

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El caos en el hospital seguía como un río desbordado, arrastrando todo a su paso. Sangre, gritos, cuerpos que llegaban sin cesar. Y entre esa marea de desesperación, intentaba mantenerme a flote. Cada herida, cada grito, cada mirada perdida era un recordatorio de que la violencia había golpeado más fuerte de lo que imaginábamos.

Los civiles entraban por las puertas como si buscaran refugio en una tormenta. Las camillas no alcanzaban para tantos heridos, y los pasillos se habían convertido en una fila interminable de personas sentadas en el suelo, apoyadas en las paredes, esperando ser atendidas. Los más jóvenes sostenían a los más viejos, y las madres acunaban a sus hijos en los brazos, aunque ellas también sangraban. Cada uno de ellos tenía una historia en su rostro, una marca de lo que había sucedido en el barrio.

Un hombre de mediana edad pasó junto a mí, arrastrando los pies mientras intentaba mantenerse erguido. Tenía una herida abierta en el abdomen, los bordes irregulares y llenos de sangre. Su camisa, empapada de sudor y polvo, estaba rasgada por un golpe seco que le había dejado una línea profunda en el costado. A su lado, un adolescente lo sostenía, su propio rostro cubierto de pequeñas cortadas, probablemente de cristales rotos.

Me acerqué a ellos. —Siéntese aquí —le dije, señalando una esquina vacía cerca de una camilla—. Vamos a atenderlo pronto— El hombre asintió, con los ojos apagados por el dolor, pero no dijo nada. Era el tipo de dolor que iba más allá de lo físico, algo que solo se ve cuando alguien ha perdido algo más que sangre.

Las salas de urgencias estaban llenas de civiles. Todos parecían compartir una misma historia, un mismo origen. La mayoría de los pacientes tenían un acento particular, inconfundible, de esos que cuentan historias de generaciones que habían dejado atrás su tierra, pero que ahora llevaban una vida en la isla. Eran mexicanos, pero no como los turistas que veíamos de vez en cuando. Estos eran habitantes de la isla, parte de su tejido, los que habían llegado para quedarse y que, con el tiempo, se habían vuelto invisibles para el resto del mundo.

Niños asustados, madres desesperadas y ancianos que apenas podían mantenerse en pie llenaban los pasillos, buscando un refugio que parecía tan frágil como sus propias esperanzas. Mientras algunos trataban de consolar a los suyos, otros no podían contener su frustración.

—La policía, los putos policías cayeron al barrio... —una voz se elevó entre la multitud. Era un hombre mayor, sentado junto a una mujer que lloraba silenciosamente, cubriendo su rostro con las manos—. Cayeron en el barrio, buscando a esos malditos. ¿Y quién pagó el precio? Nosotros. Todos nosotros.

Su rostro estaba cubierto de sangre seca, pero la furia en sus ojos era lo más visible. Parecía que quería golpear las paredes, gritar, desahogar esa impotencia que sentía. Pero se quedó quieto, sosteniendo el brazo de un niño que miraba hacia el suelo, en silencio.

Escuché los murmullos, las historias fragmentadas que se entrelazaban, revelando lentamente la verdad. La policía había entrado en el barrio, buscando a los "hombres de amarillo". Sabían a quién buscaban, pero como siempre, la redada terminó afectando a todos los que vivían allí. Las personas equivocadas en el lugar equivocado.

Traté de mantener la calma mientras los relatos se iban aclarando. No era solo una simple redada, era el principio de algo más grande. Y mientras pasaban los minutos, el temor que había estado creciendo en mi pecho desde la conversación con Jaime se hacía más grande. Miré a mi alrededor, buscando su rostro entre la multitud, pero él ya no estaba cerca.

Con Amor, Hannah.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora