Capítulo 67: Ruinas

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Desde el día del sueño, las cosas comenzaron a cambiar de manera drástica. El anuncio de mi ascenso a directora general llenó a la gran mayoría de alegría y celebración. La noticia resonó en cada rincón del hospital, y las felicitaciones se desbordaron como un torrente. Pero, en mi interior, la felicidad era un eco distante. Sentí que la carga de este nuevo título me oprimía más que nunca.

Pedí que colgaran mi fotografía junto a la de Jaime. Cada vez que pasaba por allí, podía saludarlo en medio del caos de la rutina diaria. Era un consuelo oscuro, un recordatorio de su presencia que, aunque ya no estaba físicamente, seguía vivo en mi memoria. La luz que una vez compartimos se había convertido en un faro, guiándome en mi soledad.

Aún había partes del hospital que necesitaban reconstrucción. Las cicatrices del pasado eran evidentes, y aunque había esfuerzos para reparar lo que se había perdido, la falta de recursos hacía que el plan se extendiera a años. Busqué dinero desde el continente, una tarea ardua pero necesaria. Mis viajes se volvieron más frecuentes, una escapatoria a la vez que una obligación. A veces, pasaba el día en Baltimore, impartiendo clases o asistiendo a congresos de médicos, intentando mantenerme activa en un mundo que, de otro modo, se sentía vacío.

Con el tiempo, mi vida en la isla se tornó más solitaria. No era tanto por la falta de compañía, sino por una decisión que había tomado en mi interior. La sensación que el sueño me había dejado era abrumadora. Era como si una sombra invisible se hubiera instalado a mi alrededor, y me di cuenta de que, de alguna manera, había decidido alejar a todos de la oscuridad que me rodeaba. Temía que el peso de mis experiencias, de mis decisiones, pudiera arrastrarlos a un abismo del que yo misma apenas podía escapar.

Las interacciones se volvieron breves y superficiales. La risa que antes resonaba en los pasillos ahora se sentía como un murmullo distante. Me concentré en el trabajo, en las tareas que debía llevar a cabo, y en la misión de reconstruir tanto el hospital como mi propia vida. Pero había una parte de mí que sabía que esta distancia no era la solución.

Con el tiempo, mis días se convirtieron en una serie de rutinas monótonas y predecibles. El ruido del hospital se convirtió en una especie de música de fondo que apenas registraba. Caminaba por los pasillos, saludando a los pacientes y al personal, pero las sonrisas que antes compartía se volvieron gestos vacíos. La calidez de las conexiones humanas se desvanecía lentamente, como un eco que se pierde en la distancia.

Mi enfoque en el trabajo se volvió casi obsesivo. Cada proyecto que asumía, cada iniciativa que lanzaba, era una forma de mantener a raya cualquier conexión emocional. Había instalado barreras invisibles entre mí y el mundo exterior, y aunque muchos se esforzaban por cruzarlas, yo me aseguraba de que permanecieran firmes. Era como construir un muro a mi alrededor, protegiéndome de lo que percibía como un inevitable sufrimiento.

Las noches se convirtieron en mi refugio. Al regresar a casa, cerraba la puerta tras de mí como un acto simbólico de aislamiento. En la soledad de mi habitación, repasaba las imágenes del sueño: la niña, el dragón, la profecía oscura que parecía advertirme sobre lo que podría suceder si dejaba que alguien se acercara demasiado. Sentía que mi destino estaba ligado a esas visiones, que mis decisiones podían cambiar no solo mi vida, sino también la de quienes me rodeaban. No podía arriesgarme a hacerles daño.

Durante el día, mantenía mi fachada. Era la directora general, la mujer fuerte que todos admiraban, pero en mi interior, la batalla continuaba. Al final del día, me encontraba sentada en mi escritorio, revisando notas y reportes, sintiendo que mi corazón se ahogaba en un mar de soledad. Los recuerdos de Jaime seguían presentes, pero ahora, en lugar de consuelo, me traían una profunda tristeza.

Con Amor, Hannah.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora